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Herman Melville, Cartas a Hawthorne

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Cuenta Carlos Bueno Vera, traductor y prologuista de este breve libro, que Herman Melville (Nueva York, 1819-1891) y Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804- Plymouth, 1864) se conocieron exactamente el 5 de agosto de 1850. Ambos ya habían leído escritos del otro y se hicieron amigos a primera vista. El autor de Moby Dick tenía treinta y un años y cuarenta y seis el autor de La casa de los siete tejados. Muy poco después, los Melville se pasaron a vivir a dos leguas de la casa de los Hawthorne, de manera que se hicieron frecuentes, e interminables, las visitas del uno a la casa del otro y del otro a la casa del uno.

En algún momento Hawthorne recuerda esas conversaciones: “después de cenar acosté a Julian, y Melville y yo tuvimos una charla acerca del tiempo y de la eternidad, de cosas de este mundo y del próximo, de libros y editores, y de todo lo posible y lo imposible, que se prolongó hasta muy avanzada la noche y en la que, si hay que decirlo todo, estuvimos fumando cigarros incluso en el sagrado recinto de las paredes de la sala de estar”.

Hay un momento en que la relación se enfría, pero después, ya Hawthorne vivía en Inglaterra, en 1856, vuelven a verse. Melville se queda en casa de su amigo por tres días: “cuando se encontraron en el consulado, parece que charlaron con una cordialidad similar a la de antaño”.

Se sabe que Melville “rompía o quemaba todas las cartas que recibía” y de las que envió también se conservan pocas en comparación con los epistolarios, muy extensos, de escritores de la misma época. Bueno Vera trae a cuento que de Pérez Galdós hay nueve mil setecientas cartas y que de Henry James se conservan doce mil. En cambio, aquí tenemos apenas diez cartas de Melville y una, apenas una, y demasiado circunstancial, de Hawthorne.

Al contrario de lo que ocurre en estos tiempos, Melville tuvo que esperar veinte años después de su muerte para ser reconocido como el gran novelista estadounidense del siglo XIX. Cuando apareció, Moby Dick –por cierto, dedicada a Hawthorne– fue un fracaso en ventas. En cambio, en el momento en que se conocen el célebre es Hawthorne. Comenta Melville, no sin ironía: “la reputación de H. M. es horrible. ¡Piense en ello! Con todo, pasar a la posteridad ya es bastante malo, pero pasar como ‘un hombre que ha vivido entre caníbales’… ¡Imagínese! Cuando hablo de posteridad, en relación conmigo mismo, me refiero a los bebés que nacerán inmediatamente después de que yo pase a mejor vida”.

Las cartas de Melville a su amigo rebosan afecto, tanto, que varios críticos, anota Bueno Vera, ven indicios de una relación de pareja. Al respecto, no hay nada explícito y todo lo dicho son interpretaciones. Lo que es explícito es el cariño y la admiración: “venga, no se lo digo en broma. Si no viene usted, mandaré a un agente de la policía que vaya a buscarlo”. En otra carta, deja testimonio de su entusiasmo por La casa de los siete tejados: “nos ha encantado”, dice. Y en otra carta se despide así: “abandonaré este mundo con la mayor satisfacción por haberlo conocido. Y haberlo conocido me convence más que la Biblia de la existencia de la inmortalidad”.

Abundan las citas citables: “me niego a creer en un cielo abstemio”. “Hay un credo horrible muy extendido entre los poetas según el cual cultivar el cerebro devora y anula el corazón”.

La correspondencia con Hawthorne termina con una carta acompañada de un informe sobre unos hechos que Melville le comunica a Hawthorne porque cree que le pueden ser útiles para una narración. Pensando en un relato de Hawthorne, Wakefield, en el que el protagonista sale de viaje y nunca vuelve adonde su esposa sino que se queda a vivir a pocas cuadras y reaparece a los veinte años, Melville le cuenta de una mujer que vive una historia semejante con un náufrago que rescata, luego se casa con él y después él desaparece sin dejar rastro: “creo que de este asunto usted sacará mejor provecho que yo”, le dice. Precioso libro. Dos buenos tipos, dos inmensos escritores.

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