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Ray Bradbury, Un sonido atronador

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Varias editoriales y, entre ellas, Nórdica con especial acierto y calidad, incluyendo ilustraciones, han decidido convertir en libros aparte algunos textos que hacen parte de volúmenes más extensos de autores clásicos o casi. Eso hicieron con Ray Bradbury (EE.UU., 1920-2012) con un extraordinario cuento, Un sonido atronador que, además del disfrute de la lectura, trajo consigo la alarma por no haber leído nada de Bradbury en lo que va corrido de este siglo. Fue un campanazo. ¿Cómo y por qué abandoné el seguimiento de este excepcional escritor? No lo sé y hago propósito de enmienda: releer textos que recuerdo como magistrales –El vino del estío, Crónicas marcianas, para citar sólo dos– y emprender los que antes no leí.

Traducido por un grupo autodenominado Colectivo Ray Bradbury, Un sonido atronador cuenta la historia de una cacería que ofrecen los dueños de una máquina del tiempo. Anuncian “safaris a cualquier año del pasado” y el señor Eckel decide comprar la cacería de un dinosaurio. Cuando llegan al campo de caza, el guía dice que “Jesucristo no ha nacido todavía, Moisés no ha ido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están aún enterradas, esperando a ser erigidas y talladas. No lo olviden. Alejandro Magno, César, Napoleón, Hitler, ninguno de ellos existe”.

También enuncia con energía las reglas de juego de esta cacería. No pueden tocar nada ni pueden hacer nada distinto a dispararle al dinosaurio. Deben ir por un camino especialmente diseñado para el efecto que “flota quince centímetros por encima de la tierra. No tocar ni una brizna de hierba, flor o árbol. Está hecho de un metal antigravedad. Su propósito es evitar a toda costa que toquen el mundo del pasado. No salgan del camino. Repito: no salgan del camino (…) No queremos alterar el futuro. Una máquina del Tiempo es un asunto delicado. Podríamos matar un animal importante sin saberlo, un pajarito, una cucaracha, o hasta una flor, y destruiríamos un eslabón importante de una especie en evolución”.

El cuento, sin advertirlo, es una lección sobre el efecto mariposa: “digamos que por accidente matamos un ratón aquí. Eso significa que destruimos todas las futuras familias de ese ratón en particular, ¿verdad? (…). ¿Qué pasaría con los zorros que necesitasen todos esos ratones para sobrevivir? Por cada diez ratones menos muere un zorro. Por la falta de diez zorros, muere de hambre un león. Al faltar un león, toda clase de insectos, buitres, infinitos millones de formas de vida serían arrojados al caos y a la destrucción. Al final, todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un cavernícola, uno de una docena en el mundo entero, va a la caza del jabalí o del tigre de dientes de sable para comer, pero usted, amigo, ha pisado todos los tigres de esa región. Por pisar sólo un ratón. Sí que el cavernícola se muere de hambre. Y ese cavernícola, téngalo presente, no es sólo un hombre cualquiera del que se pueda prescindir, ¡no! Es toda una futura nación. De sus entrañas habrían nacido diez hijos. De las entrañas de sus hijos cien hijos, y de ahí en adelante la civilización. Destruya a ese único hombre y destruirá una raza, un pueblo, la historia entera de la vida (…) Ese pisotón, a un ratón, podrá iniciar un terremoto, cuyos efectos podrían sacudir nuestra tierra y destinos de generación en generación, hasta sus cimientos (…) Tal vez Roma nunca se levantase sobre sus siete colinas. Quizás Europa fuera un oscuro bosque para siempre, y solo Asia crecería sana y rebosante de vida. Pise un ratón y aplastará las pirámides (…). Así que tenga cuidado. No salga del camino. ¡Jamás dé un paso fuera!”.

Los dejo ahí, en suspenso, sin que se enteren en qué termina esta excursión al pasado. Viva Bradbury.

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