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Robaron en mi casa

Le di la llave de mi puerta, una excusa y me senté en la acera opuesta a observar cómo invadía mis espacios. A partir de ese momento, mi mundo estuvo de revés. El intruso no dejaba de buscar y cercenó adornos, vajillas, alhajas, cuadros, horno, zapatos, libros, gaveteros, sueños y quimeras…

Lo vi rasgar las ropas con las que alguna vez cubrí mi corazón. Pude observar su destreza al romper la expresión deshabitada en las paredes; en abrir los ruidos humanos como si tratará de torcer una visión.

Lo vi llenar sus bolsillos con los ecos del tiempo en forma de pequeñas joyas y temblé. La calle dejó de ser un templo ahogado de palabras. Todo lo vi. El ladrón no dejó marcas. Sólo sombras rotas sin el soplo de las nubes.

Lo vi salir lleno de mar y cruzó frente a mí como si saliera de un culto sin color. Dejó la llave junto a mis pies sin darse cuenta de la flecha clavada en mis espaldas. Se llevó también la historia de un frágil amanecer con mi tiempo dibujado.

A lo lejos parecía un muñeco casual, incapaz de detener mis manos sobre el único lienzo en pie dentro de casa y que ahora yo rompía en mil pedazos. Junto a mi rostro yacían las márgenes sagradas.

Todo se levó excepto mi nostalgias, mis fotos juveniles, el recuerdo de mis padres, la infancia de mis hijos y los plácidos amores que besé de forma apasionada. Le faltó romperme el corazón para completar su obra. No quiso el mayor tesoro que poseo: mi corazón. Para él no tuvo valor alguno. Si se lo hubiera llevaro, me habría dejado destruido.

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