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La negrita come coco

No te desesperes, Papi

Nuestro Papi, perdido en el abismo, se partía en dos su mejilla derecha con un serrucho.

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Indhira SueroSanto Domingo, RD

A Juan Pérez Mendez (conocido como Papi en el barrio Los Guandules) lo suspendieron de su trabajo cuando empezó la pandemia. Hasta finales del 2020, Papi recibió lo poco que le daban como subsidio estatal, pero hasta ahí llegó la ayuda. Desde ese momento, tendría que valerse solo.

De ganar un sueldo modesto, que le permitía mantener cierta estabilidad y suplir, de forma digna, las necesidades de su esposa paralítica y sus tres hijos, pasó a vivir en la incertidumbre. Cada día se levantaba con la barriga vacía, se ponía su gorra del Licey y agarraba sus herramientas: un martillo viejo, una cinta métrica borrosa, un cincel y un serrucho al que le faltaban algunos dientes.

— Vamos a ver qué aparece —, decía Papi mientras su esposa le hacía la señal de la cruz en la frente.

Y, como siempre, empezaba a caminar sin saber a dónde rayos lo llevaría el día. Tal y como si se estuviera lanzando a un abismo. Del que no sabía si podría salir.

Todos los días se repetía la misma historia.

Nuestro Papi caminaba y caminaba, en busca de algún trabajo de carpintería. Algunas veces lo llamaban, pero la mayoría de veces nadie le hacía caso. Como si un hombre flaco, con una gorra del Licey y unas herramientas viejas a rastro fuese invisible.

Un paso tras otro, la desesperanza de Papi crecía. El dinero se hacía cada vez más poco, como si él no fuera digno de sostener en sus manos unos cuantos billetes. La esposa y los dos hijos pequeños cada vez más flacos. Las sospechas de que el hijo mayor, su orgullo, se empezaba a juntar con los vendedores de perico del barrio.

Cada noche, nuestro Papi lloraba. Mientras los pies, hinchados y ardientes, le recordaban que el día siguiente no sería diferente.

Caminar. Caminar. Fallar. Fallar.

Su hijo mayor camino hacia otro abismo.

La esposa y los hijos pequeños cada vez más cadavéricos. —Muertos en vida—, cuchicheaban los vecinos.

El último día que nuestro Papi salió con sus herramientas fue un martes. Caminó y caminó hasta que, casi sin aliento, se detuvo frente al lugar donde solía trabajar. Una lágrima, la más amarga de su vida, partió su mejilla izquierda en dos.

—¡Coño!—, le escucharon decir quienes ahí se encontraban, mientras nuestro Papi, perdido en el abismo, se partía en dos su mejilla derecha con un serrucho al que le faltaban algunos dientes.

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