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Un libro que no va a morir

“Yo, a isla dividida” (“Visor”, 2019) de José Mármol, acaba de ser reeditado en Santo Domingo. Representa la continuidad de su ya alcanzada madurez.

El título pudiera confundir al habitante de una isla donde sobreviven, a duras penas, dos naciones. El autor no oculta su verdadero propósito: esa isla significa el contexto de su pensamiento, la razón de su propio ser:

“Yo, como la isla: rodeado de ti por todas partes, dividido./ Apagado, Compungido. A la sombra./ Mientras el rayo esplende como el aura temprana./ Me acomodo en el último pasillo del ocaso./ Me contento con ser de la música el vacío/ y de las palabras, cuando las pronuncias,/ apenas el asomo, dividido,/ resquicio tal vez de aquel instante clave, inesperado,/ en que de la cosa el sentido se resbala/ y la vocal se arrulla y se cierran los labios/ y ya nada se dice ni ha quedado por decir./ Yo, como la isla, siempre,/ ahora sin ti,/ rodeado de mi propio animal por todas partes”.

Una reflexión de desamor pudiera resumir esa propuesta inicial. Pero no es así. Esta impronta es una advertencia para aclimatar la soledad “en el último pasillo del ocaso”. El poeta, dividido (igual que la isla), sabe que “la vocal arrulla y se cierran los labios”. Canta en el mismo fondo de su isla y desde allí crece, sin dejar de ser él mismo.

En el canto “Escena de modernidad líquida” se respira el aliento del que nada siente por la tierra que visita. Y pone como ejemplo el disfrute del verano de París. La frialdad del turista, la mirada inquisidora del crítico insolente y la búsqueda de una opulencia material movida como “una escena triste de los tiempos aciagos”. Mármol denuncia que los turistas no desvían su mirada al hombre de los pájaros de Notre Dame porque “el mundo es un fluido escenario del dolor (…) Arden los techos irremediablemente. Se apaga en parsimonia de penuria y soledad/ el hombre de los pájaros, el ciudadano libre, el hambriento el pobre el crucificado de Notre Dame”.

Una simple lectura buscaría, inútilmente en estos versos, una influencia con la mejor poesía social contemporánea. Pero Mármol sobrepasa una mirada al trasfondo posmoderno, y enfoca su sapiencia en una realidad que azota al mundo: el flujo de turistas que solo llegan a un sitio sin mirar el alma que lo forja. Esto no es más que una muestra de la evolución de su pensamiento dentro de un contexto poético, como lo ha venido haciendo con toda su obra.

En ese texto se hallan las claves de una poética total, madura, indivisible: Mármol, entre mirada y mirada, concibe la cotidianidad a través de la poética del pensar. Es una explicación metafórica, si se quiere, un sesgo simbólico a favor de determinados conflictos que el hombre no ha podido suplantar en tiempo y espacio. A la hora de escribir, a Mármol no le salió “espuma” como a César Vallejo, pero sí logró la reflexión universal ante el trauma de la volatilidad en que vivimos.

II

La mirada del autor también transgrede el ámbito local. De la isla salta a tierra firme y de esta viaja a la prontitud del mar o a la grandeza interior del mundo interior. La evocación familiar alcanza momentos de hermosura. El poema “Paisaje de otoño” es un ejemplo: “Mi madre tiene hoy la memoria bien despierta/ Sonríe. No sabe a quién regala su nobleza (…)/ Enseñó a mi padre, amorosamente, /la desembocadura de la luz en las palabras…”.

En “Abismo” ansía los vaivenes del Paraíso, no como crujiente residencia en otra vida, sino como categoría de ensoñación lúdica que ciertos libros santifican: “Alguna vez te dije que odiaba el paraíso. No. / Cuando tienes al lobo a un suspiro de distancia/ y se vuelve oscura la senda la voz que fue un d,a/ hay una cosa clara sin dios que la doblegue: / la soberbia convierte la ilusión en campo raso…”.

La música, el agua, el beso y el amor: nada escapa a la mirada del poeta que sabe no perderse en adjetivos exteriores. Su voz desentraña significados, aporta discursos con mirada distinta a la simple contemplación o a los traumas figurativos: “Por la música me adentro a buscar la maravilla…”.

Ó el simil erótico con mirada renovada en “Cerezas”: “La noche, agua de luna, abre un hueco enorme/ en el centro de la tarde. / Dos racimos blandos de aroma son tus manos, / que suben y bajan las laderas de mis piernas/ hasta encontrarse allí, cubiertas de rocío/ en la morada última de los quejidos…”.

Su fidelidad a la palabra como estrategia humanizante es la culminación de su propio ser, de su manera de explorar la conciencia a través del culto a la divina gracia del decir, siempre salvador del hombre que no cesa de tejer historias con su propia vida: “A no ser por su gracia me habría inmolado. / La palabra me salva de un día a otro día: / me desliza encubierto por el velo de la noche. / Si nombro la sed, de sed me sacio solo. / Si digo mar, el cielo se resuelve en asombro. / Si la muerte me asusta, la menciono y espanto/ y su mudez se torna murmurio de un latido. / La palabra me salva, es una suerte, digo, / del engañoso encanto de la soledad y el frío. / A no ser por su huella, me habría borrado. / La palabra es un puente, un columpio,/ una llamada, pienso, un prodigio extraviado. / La palabra me salva de mí mismo en los demás”.

Este libro sabe hablar en alta voz en un tiempo donde el humanismo ha dado paso a la bullanguería. Invito a los lectores a redescubrirlo. A ensartarse entre estas páginas ilustres que nos importantizan como entes sociales de un espacio irrepetible, a encontrar la seductora lírica de un hombre que en cada nueva obra crece, y nos hace crecer.

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