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“El rayo y el trueno:”, de Natalie Goldberg

El autor comenta esta importante obra de la conocida escritora norteamericana donde se revela que el acto de escribir es una forma de vida.

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Rubén J. TrigueroMadrid, España

En 1997, durante un retiro dedicado a la escritura en Mill Valley (California), alejada de su rutina, Natalie Goldberg se sentía extraña. Sin saber muy bien qué le sucedía y sin encontrarse enferma, no terminaba de sentirse bien, algo sucedía. Ya en la última semana del retiro, en una cafetería, leyó que Allen Ginsberg había muerto. Esto le supuso un gran golpe, porque el más barbudo de la generación Beat, no era para ella únicamente un gran poeta, sino alguien a quien apreciaba, con quien había compartido conversaciones, talleres de escritura y conferencias. Y como escribiría más tarde, al final de “El rayo y el trueno”: «Él me abrió el camino hace mucho tiempo», porque aún por entonces, seguía escribiendo basándose en sus enseñanzas.

Natalie Goldberg (1948, Estados Unidos) se dio su tiempo para encontrar su voz. Recorrió parajes de los Estados Unidos cargada con su saco de dormir, escribiendo poesía allá adonde iba, llenando cuadernos de apuntes y versos que iban surgiendo, y que más tarde seleccionaba para sus composiciones definitivas. Con los años fueron llegando sus obras: colecciones de poemas, libros sobre escritura, novelas… Tras el gran éxito de su primera obra, se dedicaba a escribir poesía, narrativa, impartía talleres de escritura, realizaba retiros, hasta que, de nuevo, sintió la necesidad de emprender la redacción de un libro sobre escritura, aunque esta vez quería ir un paso más allá. “El rayo y el trueno” (2001, La liebre de marzo), traducida por Anna Crespo Bordes, surgió como respuesta a la pregunta «¿y ahora qué?», porque en realidad es una continuación de “El gozo de escribir”, solo que es una obra independiente que, aunque complementaria, puede leerse perfectamente sin haber abordado la anterior. En esta obra quería reflejar todo lo que era posterior a aquella. Si bien en aquel libro se centraba en la escritura, en este hace hincapié en temas sobre el desarrollo de la obra, la estructura, la reescritura, el lenguaje, la importancia de la historia, el tema, la edición, etc. No abandona, en este caso, la misma estructura que utilizó en aquel entonces: no es un manual de escritura en sí, sino un cúmulo de consejos desde la experiencia de la propia autora, es decir, mezcla vida con literatura (y con el budismo zen), porque como nos dice la autora, en realidad el camino de la literatura es el camino de la vida, una persona decide escribir y su vida gira en torno a la escritura, ve el mundo que le rodea con esa mirada.

«La escritura es un espejo: te devuelve inmediatamente tu reflejo. No te permite engañar a nadie, y menos a ti mismo. Y ahí estás tú, el actor y lo hecho; la persona más mundana y el monje. Es una oportunidad de unir el mundo exterior con el interior, de convertirlos en un mismo ser que sólo en apariencia es dual. Es un gran reto, un buen ejercicio. Un largo camino» (pág. 300).

“El Rayo y el trueno” se divide en 34 capítulos repartidos en 3 partes, más un epílogo y una advertencia al principio de la obra en la que la autora nos revela que tal vez, no todo es como ella pensaba en “El gozo de escribir”, donde animaba a tomar un bolígrafo y un cuaderno, y a hacer de la escritura parte de la vida. Esto, como descubrió con los años, en realidad no era un camino hacia la felicidad, sino que, paradójicamente, ocurría justo lo contrario: «escribir no ha conducido a mis amigos a la felicidad. Siento decir esto; yo, que hace tan sólo quince años publiqué un libro animando a todo el mundo a coger sus cuadernos de notas y a escribir sin pérdida de tiempo» (pág 15). Pero no es, el proceso de escritura, o el arte en sí, el que desemboca en la infelicidad, sino todo el proceso que viene después, el intentar llevarlo un poco más allá. Aunque esto, a menudo, sea algo inevitable: «continuar con esta locura llamada escritura quizás te conduzca hasta abruptos precipicios, peligrosos cañones y escarpados acantilados. No te prometo nada» (pág. 23).

En la obra pone como ejemplo poemas y extractos de obras de otros autores, pero cuando se refiere al proceso, utiliza principalmente su propia experiencia. Trata los incontables problemas que tuvo a la hora de abordar algunas de sus obras. En “Banana Rose”, intentaba crear una novela con un marcado carácter autobiográfico, y al momento de mostrarla a su editora, se sentía satisfecha con el resultado. Sin embargo, tras la lectura, su editora, para su asombro, le dijo que era aburrida, que se sucedían los capítulos y no ocurría nada, que hiciera que los personajes persiguieran algo, y que necesitaban eliminar algunos pasajes (que curiosamente eran sus preferidos). También se extiende sobre el proceso de creación de “El Gozo de escribir”, una obra que solo pudo llevar a cabo después de muchos años de la primera idea de concebirlo, y del fracaso que supuso aquel primer intento. Por entonces contaba con treinta años, tenía un poemario publicado, varios sin publicar e incontables cuadernos llenos. Se había recorrido el Medio Oeste y había acumulado una experiencia que sentía la necesidad de transmitir, sin embargo, cuando se puso a trabajar, descubrió que no podía abordar la escritura. De hecho, no sabía muy bien como empezar o terminar. Y eso era algo que la frustraba y que terminó por convencerla de abandonar y olvidar el proyecto durante años. Al cabo del tiempo, retomó el proyecto, comenzó a escribir y en esta ocasión, pudo culminar el libro que poco después vendería más de un millón de copias, y que de algún modo, la abrumó: «Fui tan inocente… No sabía lo que significaba poner mi corazón al servicio del mercado» (pág. 18).

El libro no necesariamente debe leerse de principio a final, sino que cada capítulo contiene un extracto de lo que quiere contar y posee la suficiente individualidad como para que puedan ser leídos de forma independiente o por el orden que se desee. Esta forma de mostrar los capítulos, ya se daba en su anterior obra sobre escritura, y tal como cuenta, cuando llegó el momento de abordarla, eligió esa estructura inspirada por el maestro zen Suzuki Roshi, quien en su libro de relatos, presentaba una serie de historias independientes, donde exponía su sabiduría en cada una de ellas, que podían leerse de forma individual.

«En una ocasión, en la biblioteca Pierpont Morgan, tuve la oportunidad de hojear originales de las partituras de Beethoven, Mozart, Brahms, Liszt y Tchaikovsky. Me quedé asombrada. Estaban llenos de tachones y correcciones. ¿Quiere eso decir que aquellos compositores fueron seres humanos? ¿Que la sinfonía número cuarenta de Mozart no nació en el reino de los dioses? Contemplar aquellas partituras fue toda una experiencia para mí, un gran descubrimiento. Esas personas tuvieron que pensar, trabajar, escuchar, oír y rectificar una y otra vez. Experimentaron la necesidad y el deseo humanos, el impulso de la creación, las ansias de belleza y totalidad» (pág 271).

Natalie nos revela que escribir es una forma de vida. La escritura como acto para que una persona pueda encontrarse a sí misma. Porque por más que se trabaje la ficción, hay verdad en todo lo que se escribe. De hecho, una obra que no esté escrita desde la verdad, nunca terminará de otorgar credibilidad. Y la verdad a menudo puede ser dolorosa. Por eso, la escritura puede doler, quien escribe se enfrenta a sus miedos, a su vergüenza, a su vulgaridad, a la fragilidad y a todo lo que es mundano. Alguien que quiera crear algo verdadero, tiene que enfrentarse a ello, volver a reabrir la herida y verla sangrar. No existen atajos, no hay trucos, es el camino por el que hay que transitar.

“Por eso me he dedicado a la meditación zen durante todos estos años. Me he sentido desnuda, indiferente, cansada y dolida. Y he llegado a la conclusión de que nada puede salvarnos” (pág. 170).

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