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Narrativa

Río muerto, de Ricardo Silva Romero

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Darío Jaramillo AgudeloSanto Domingo

En esta novela hay un fantasma, un fantasma tan importante que es quien la abre y la cierra. Lo innovador es que los personajes –salvo la adivina del pueblo– no lo ven ni lo sienten; en cambio, el narrador sí y, por eso mismo, los lectores podemos seguirlo: “Salomón Palacios, el mudo que fue mudo desde niño, se dio cuenta de que iban a ajusticiarlo sin piedad a unos pasos de su casa como si estuviera recibiendo una última lección, como si su espíritu estuviera recordando una escena que su cuerpo jamás habría sido capaz de imaginar: ‘pero claro que iban a matarme…’, pensó”. “Iban”: este último pensamiento se le ocurre a Salomón después de que lo han matado, cuando ya es un fantasma.

Poco después, el narrador, diestro en seguirle la huella a un fantasma que no se le ha aparecido a nadie, cuenta “que a Salomón Palacios lo fusilaron a unos pasos de su casa y murió y fue una cosa sin nombre entre la cerrazón hasta que volvió de la muerte. Que tardó una eternidad en volver, pues el alma recobra la memoria a su propio tiempo, a su ritmo, pero que debe estar por allá ahora, y siempre está, porque la muerte es el verdadero presente y porque ciertos asesinados no se van. Vio su propio cadáver bocarriba, abaleado y pateado y en guardia, junto a los pastos salvajes donde los vecinos echan la basura. Vio a sus asesinos encapuchados subirse a un jeep sin precauciones, sin afanes, como dueños y jueces de un lugar lejos de Dios. Y, apenas se fueron los verdugos, vio a sus dos hijos corriendo por el camino que iba de la casa a la carretera. Todo le pareció pequeño: la casa, el camino, el furgón. Sintió vergüenza por haberse ido así, de golpe, sin haberlos sacado antes de ahí”.

Salomón se sintió culpable porque no podía seguir en esta vida y “le pidió perdón a sus hijos mientras llevaban su cuerpo pesadísimo a la casa”. Y después reconoció: “ya estaba muerto y estaba en el infierno. Ya qué. Ya sólo podía cerrar los ojos para no ver su cadáver baleado, desgarrado y yerto sobre los talegos y los cartones en el remolque del furgón”.

En cierto momento se resignó a la muerte: “no escapó ni pataleó ni lloriqueó ni pidió clemencia. Siguió siendo él como si hubiera entendido que hasta ahí llegaba todo, como si a pesar del pavor y la vergüenza que le daba morir por de malas y por terco, tuviera claro que el hombre hace bien en estar de acuerdo con su destino (…). Fue al caldero apretujado y pantanoso del infierno (…) y volvió antes de completar la eternidad a ver su cadáver como quien ve en el piso de la pieza la ropa de ayer”. Así acomodado con dificultad a su recién adquirida calidad de cadáver, asiste a su propio sepelio como fantasma incomunicado con este mundo: “Él, que iba detrás de su familia como un alma en pena a la que nadie le temía, sólo había visto luciérnagas y polillas y mariposas negras en el camino. Y a esa hora del pasado, a las cuatro y pico de la mañana, se limitó a seguir al sepulturero de su cuerpo”.

Ya en la tumba, antes de que le echaran encima las paladas de tierra que lo cubrirían, “él, el fantasma de Salomón, trató de hacerse oír, de rogarles piedad, de exigirles que se fueran ya de ese nido de ratas. ‘¡Váyase ya, Hipólita, que van a matarlos por su culpa!’, gritó, pero su grito era un pensamiento no más, y la frustración y la impotencia lo enfurecían más y más y para nada. ‘¡Salgan de ahí!, ¡boten el cuerpo al río Muerto y salgan!, ¡salgan derecho por allí!, ¡no vuelvan a la casa por ropa ni por comida ni por agua que nadie va a ayudarlos de aquí a San Isidro!, ¡ayúdame, Señor, Satán, quien sea que seas: ayúdame a que alguien les diga que yo les digo que se larguen!’”.

Ese, creo, es uno de los principales problemas de los fantasmas cuando intentan regresar: que esta realidad hecha de minutos y materia, es difícil de penetrar cuando uno no tiene un cuerpo. En términos literarios, pues, estamos en la primera narración de fantasmas autistas de la literatura que conozco, de apariciones que no se aparecen, de espantos que no espantan, que ni siquiera se oyen: el fantasma de Salomón vio cómo lo enterraban y “se quedó viendo cómo su cadáver iba volviéndose un montículo de hierba”.

Enseguida del entierro se producen dos hechos inexplicables: el primero, que sin saber cómo, el espectro de Salomón va a dar a la casa de la señora Polonia, la adivina del pueblo. El segundo, todavía más raro, que Salomón, que cuando tenía un cuerpo no podía hablar –se comunicaba con habilidad, con señas, con gestos, con palabras escritas en una libreta– ya difunto, “la bruja le había oído alguna voz”. Y a ella, a Polonia, logra Salomón contarle que “quería darle las gracias a Hipólita (…) por cantar tan duro y reír tan duro y contar los capítulos de las telenovelas mejor que las telenovelas, por ponerse brava cuando alguien se le comía los plátanos maduros y saberlo todo y sumarlo todo sin perder el hilo, por decirle qué tenía que hacer y cómo y a qué hora, por amanecer enamorada o histérica o sombría”. Difícil una más sincera declaración de amor. Por su parte, Polonia le dijo que se fuera a descansar al otro mundo, pero él no la atendió y “lo único que hizo fue quedarse quieto debajo de la cama”. Más adelante, Salomón le mandará a Hipólita otro amoroso mensaje con Polonia: “Dígales que yo lo único que hice bien en esta vida fue quererlos, dígales que les doy las gracias por haberme querido a mí, que fui tan difícil de querer, dígales que valió la pena todo por haberlos tenido, dígales que yo puedo acompañarlos el resto de la vida siempre que me necesiten”.

Hasta aquí, fantasmólogo obsesivo, no he hablado sino del muerto, a quien nadie nota salvo la chamana. Discúlpeme, estimado lector ¿gozoso?, por deformar el contenido de un libro por cuenta de mis manías: estoy terminando una Indagación sobre los fantasmas que será libro impreso, espero, el año entrante; y no en persona sino en textos, se me aparecen los fantasmas o los persigo, no sé. Lo importante aquí es que este mudo fantasma de un mudo está muerto desde el primer párrafo de esta novela y la historia verdadera que cuenta es la del intento de Hipólita, la mujer de Salomón Palacios, de hacerse matar por los mismos que acabaron con la vida de su marido. No es, pues, una novela de fantasmas, ni mucho menos. Pero también lo es de una manera muy original: el fantasma está en el texto y trata de comunicarse con Hipólita y con los niños y no puede; a lo mejor, lo que hace este relato es patentizar las dificultades que tiene un fantasma para entrar en nuestra dimensión material.

No he dicho nada del escenario de los hechos, Belén del Chamí, un lugar que no figura en los mapas, que tiene 3.931 habitantes que fueron llegando allí hacia la mitad del siglo pasado, una población “de perseguidos y de hostigados, de algunos negros y de muchos blancos cansados de la vigilancia de los inquisidores”. Por mucho tiempo, el poder lo ejercieron los pastores –una familia– de una secta pentecostal y el Frente 99 de la guerrilla. Pero para los tiempos de esta narración, no el estado (que lo ignora hasta en su mapa) sino una banda paramilitar, el Bloque Fénix del desmemoriado comandante Triple Equis, desplazó a los guerrilleros y disponía de vidas y haciendas en sociedad, de nuevo, con la dinastía de pastores.

Y lo que cuenta esta novela –y este cuento es llevado con deliberado, con sabio suspenso por parte de Ricardo Silva– es lo que sigue después del asesinato del mudo: el primer mes, “Hipólita se quedó encerrada en la pieza, como acorralándose y enfermándose y matándose de a pocos, hasta el sábado 29 de febrero”. (Ya se sabe que nuestro novelista tiene una atracción fatal por los bisiestos, como lo mostró en Cómo perderlo todo). “Recién comenzado el sábado 29, unos minutos después de la medianoche, se despertó con la convicción de que por fin tenía la solución a la tragedia y se paró animada y nerviosa”. Ya tenía una macabra decisión. Por la mañana les sirvió el desayuno a sus dos niños de doce y ocho años: “nunca más va a haber un mes tan triste ni va a pasarnos jamás un tiestazo como éste –les dijo cuando estaban a punto de acabarse el desayuno y de pedirle más, y de inmediato, antes de que se les diera por esperanzarse, prefirió agregar– porque ahora en un rato vamos a ir al pueblo a que nos maten”.

En el camino, “Hipólita les explicaba a sus hijos que iban a estar mejor cuando estuvieran muertos porque iban a reunirse los cuatro otra vez como cuando el pueblo era lo que era: ‘vamos a estar bien’”. Así razonaba Hipólita. Y más: “habían sobrevivido unas semanas más que el mudo, doliéndose y sintiéndose traicionados por el Señor, para dejar en claro que los belemitas hipócritas habían sido cómplices del asesinato más cobarde de la historia, para dejarlos embadurnados de vergüenza y de culpa y para que ella pudiera entender que su misión en el mundo (…) era ponerlos en su sitio a esa manada de matarifes, de judas, de bujones (…). Se iban a hacer matar para demostrar que en Belén del Chamí no se respetaba ni a las mujeres ni a los niños. Se iban a hacer matar por el primer matón del Bloque que se encontraran (…) y ya tenía ella claro cómo iban a lograrlo. Ojalá el Señor les tuviera reservado el encuentro con un verdugo que asumiera el destino de matarlos por compasión. Pero si no, ella iba a gritarles ‘asesinos hijueputas’ y a escupirles el piso que estaban pisando y jurarles venganza y a sacarles el fusil para que le dispararan; se convertiría en la prueba de que nadie puede decir la verdad allá en Belén, y esa sería la moraleja de su muerte y el sentido de su historia”.

Fiel al código de ética de Gozar Leyendo, que acabo de inventar que existe, no, no les voy a contar en qué termina esta novela. Lo que sí deben saber es que Hipólita y sus dos retoños comenzaron por pasar a la casa vecina a decirles: “ustedes les dieron café a los asesinos de Salomón un poquito antes de que él llegara”. Y siguieron con el policía más corrompido del pueblo, Sarria, al que Hipólita le dijo: “yo siempre he sabido que el enemigo es usted”. Y “sin subir la voz ni un poco se puso a decirle al agente (…) que siempre, siempre se había preguntado en dónde guardaba las drogas que les quitaba a los jíbaros, las platas que les decomisaba a las putas en la entrada empinada del pueblo, los cadáveres de los muchachos que un día desaparecían porque sí”. Y no les cuento en qué termina la vaciada en público que le pega a Sarria. Le queda vida, sí, para demoler con palabras al pastor que había pasado incólume del reinado del Frente al reinado de los paras, con una complicidad con ambos que sólo se entiende cuando se lee en el idioma del dinero. Y para, con mentalidad suicida, decirle al comandante del Bloque, el temible Triple Equis: “yo me llamo Hipólita Arenas: yo soy la esposa del hombre que usted mató como un perro”. Y agrega: “mi marido no es un sapo sino para cobardes malparidos como usted (…). Usted a mí no me da miedo, ni con todos sus maricas armados ni con sus gafas polarizadas pa’ que no se le vea que está podrido por dentro como cualquier hijueputa, porque a mí no me da miedo sino alegría la muerte: si usted nos mata aquí (y yo sé que el que mata a la gente de aquí es usted mismo, usted con sus propias manos, porque luego ni siquiera se acuerda) para mí no va a ser ningún problema…”.

¿Qué sigue? Sólo decir que esta novela está magníficamente escrita, muy bien construida, que uno, de lector, no la puede soltar. Que es dura y es intensa. Y que su autor, Ricardo Silva Romero, es bogotano, nacido en 1975.

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