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Artes Visuales

Alberto Giacometti: Un artista universal

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Rubén J. TrigueroSanto Domingo

Alberto Giacometti aseguraba poseer en su mente la colección entera del Louvre. De joven, una de sus rutinas consistía en pasar las tardes recorriendo las salas y los pasillos del gran museo de París, embebiéndose de las obras más notables de la historia, y posteriormente, ya en su taller, copíándolas. A lo largo de su vida copiaría obras de todos los artistas que de un modo u otro, lo impresionaban o le servían de fuente de inspiración.

Nació en 1901, en Borgonovo, Val Bregaglia, Suiza. Provenía de una familia de artistas: su padre, Giovanni Giacometti, fue un pintor impresionista y su padrino, Cuno Amiet, fue fauvista y pintó más de 4000 cuadros a lo largo de su carrera. Su hermano Diego, también escultor, sería el imprescindible ayudante que lo acompañaría a lo largo de los años.

En 1922, un joven Giacometti se estableció en París y comenzó a recibir formación en la Académie de la Grande Chaumière situada en Montparnasse, por parte del escultor Antoine Bourdelle, quien había sido aprendiz de Auguste Rodin, y que en ese momento trabajaba también como ayudante del gran maestro. Por entonces, Alberto se adentró en el cubismo, aunque no tardaría en pasarse al surrealismo, un movimiento que le resultaba mucho más atractivo, del que se sintió cercano y que además inspiró algunas de sus obras futuras. Frecuentaba los círculos artísticos de la época y escribió un texto sobre el surrealismo para André Bretón.

Pero el suizo no estaba satisfecho con su obra, sentía que sus obras no poseían nada que las diferenciara de las de otros creadores, no tenían un sello propio, no eran únicas. Y él, un buscador incansable, un eterno caminante, seguía buscando su estilo, seguía persiguiendo algo, aunque no sabía muy bien el qué. No tardó en volver a la figuración, algo que a André Bretón no solo no le gustaría, sino que lo haría estallar en cólera y lo expulsaría del movimiento surrealista exclamando ante su última creación: “Una cabeza, todo el mundo sabe lo que es una cabeza”.

Alberto seguía estudiando, recorriendo los museos, inspirándose en el arte de otras épocas, en los grandes artistas. El arte egipció lo inspiró, lo consideraba una de las grandes épocas artísticas de la historia, y las obras, las concebía como cargadas de humanidad. Y por supuesto, si había un escultor al que admiraba por antomasía, ese era Auguste Rodin, del que no solo había estudiado la mayor parte de su obra artística, sino que sentía fascinación por la misma desde muy joven. A propósito de esta fascinación, Franck Maubert, en El hombre que camina (Acantilado, 2019), relata una anécdota ocurrida a un joven Giacometti, que “queda impresionado por un voluminoso libro ilustrado dedicado a Rodin” y, como solo lleva dinero para el viaje en tren o para el libro, se decanta por el volumen y se ve obligado a volver a casa a pie, a pesar del mal tiempo y la dificultad del trayecto.

Ya en la década de los 40, encontraría su propio camino, y aunque nunca creyó haberlo encontrado del todo, empezó a crear las obras por las que sería recordado a lo largo de la historia. Refugiado de la guerra en Suiza, comenzó a crear esculturas en miniatura, las cuales guardaba en cajas de cerillas y posteriormente, comenzaría con sus alargadas, delgadas, rugosas y tambaleantes piezas, cuerpos humanos que han sido despojados de la carne, la musculatura, las facciones, cuerpos de los que solo queda el esqueleto erigiéndose en su esencia. Pero Giacometti seguía sin estar conforme, no terminaba de estar satisfecho con sus creaciones. De hecho, El hombre que camina, una de sus esculturas más brillantes y célebres (motivada a su vez, por el fornido El hombre que camina de Auguste Rodin), estuvo a punto de no ser vaciada en bronce, y solo tras preguntar a su comisario Pierre Matisse y recibir de este, un telegrama con la respuesta afirmativa, Alberto se decidió y permitió que se vaciara una tirada de esculturas. En ese momento se sentiría satisfecho, pues la obra causó sensación desde la primera vez que estuvo expuesta, aunque, espartano, un artista que pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en su taller, nunca hubiese imaginado que una de esas piezas llegaría a desbordar los precios que se manejaban en el arte, cuando en 2010, fue subastada por 104,3 millones de dólares.

El trabajo de Giacometti era tan tortuoso y complejo, a menudo, insatisfecho, sumido en una rabia total, destruía sus creaciones para volver a empezar. A veces todo este proceso era un bucle interminable: crear y destruir, crear y destruir, de tal modo que lo que existe, más que sus propias creaciones, es aquello que sobrevivió, las obras que se salvaron de la destrucción (que no por ello, estuviera satisfecho, ni sintiera que estaban finalizadas). Hay una película: Final Portrait. El arte de la amistad dirigida por Stanley Tucci, que retrata a la perfección todo este tortuoso proceso de trabajo.

Jean Paul Sartre, amigo del artista, diría de él que era «el artista existencialista perfecto» y que se encontraba «a mitad de camino entre el ser y la nada». Alberto Giacometti siguió trabajando en su taller, día tras día, incansable, hasta 1966, año en que falleció en Cuera, Suiza, a causa de una enfermedad pulmonar obstructiva crónica.

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