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Revelaciones

Lirismo en Hilma Contreras

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Manuel Mora SerranoSanto Domingo

De Hilma Contreras, primera mujer ganadora del Premio Nacional de Literatura, (2002), independientemente de sus libros, la ha mantenido vigente Ylonka Nacidit Perdomo en las publicaciones que ha hecho después de su tránsito en 2006 en su ciudad natal de San Francisco de Macorís, aunque sus libros no han circulado como ella merece por su calidad literaria, el aporte está hecho y basta tocar en la Web su nombre para tener noticias de su vida y su obra.

De modo que siguiendo con nuestra misión de reseñar textos aparecidos en la revista Página Banilejas, señalamos que ella, en el período estudiado de 1941 a 1944, tenía dos que nos interesaron, uno publicado en el No. 10, de octubre de 1941 titulada ‘Las Mercedes’ en la que narra un viaje al Santo Cerro un día dedicado a esta virgen, del cual nada copiaremos, aunque hay párrafos muy bellos.

Hemos tomado su narración ‘Los Bejucos’ aparecida en el No. 12 de diciembre de ese mismo año. De ahí que estuviéramos tentados de titular este artículo: “Hilma Contreras enredada líricamente en Los Bejucos” y es que, ciertamente, para nosotros, es una de las más hermosa páginas líricas que se haya escrito en ese país, de ahí el título pensado. Los Behucos o Bejucos, es una sección de San Francisco de Macorís. En los años en los que ella escribía, todo parecía idílico: Las gentes y hasta las mismas cosas, a pesar de la dictadura. Mostramos, como hicimos con Héctor Incháustegui Cabral, el texto completo:

“Los Bejucos

¿Qué soy pobre? ¿Quién lo dice? ¿Acaso no es mío el cielo profundo y las mieses del sol fecundo?

Hoy llovía. En el campo el cielo es más íntimo por bajito y por profundo. Un apretado cinturón de jobos nos redondeaba en la tierna sabana temblorosa de aguas.

Llovía, pero como suele llover en el campo: uniforme, menudo, como bruma floja. A ratos se quebraba el sol en lentejuelas de luz acerina sobre las hojas lucias.

La lluvia campesina cae alegre, contenta de disgregarse sobre la tierra greñuda de siembras; cae melodiosa, modulando la profunda canción de las chorreras distantes.

Lodazal en las cercanías de la casa. De la cocina sale una criada.

Un apresuramiento de cerdos rosillos la rodea. De los cuatro puntos acuden tirabuzones rojos y hocicos roncadores.

–¡Vengan! ¡Vengan!

La turba porcina le turba las piernas zarposas, en un afán de hozar pronto dentro de la comida revuelta.

–¡Vengan! ¡Vengan!

En el tronco pulido de una cañafístula cimarrona corre la sangre negra del comején que se duerme como borra de café en la vasta axila del árbol.

El campo ríe; el campo llora. De la grifa melena verde de la cañafístula penden tiesas longanizas prietas.

Canta el campo, y, victorioso, clava en el talle de las jóvenes palmeras, el rubio de su penacho de su casco estival.

¿Quién ha dicho que yo soy pobre?

¿Acaso no es mía, bien mía, la emoción latente del paisaje?

Poseo todo el tesoro brumoso de la llovizna melodiosa, cuyo vaho fresco se me anida en los ojos, y la gracia melancólica de las hojas secas que caen como mariposas heridas; y la redondez exuberante de la sabana remojada; y las maromas del potro juguetón entre las briznas ensartadas de gotas quebradizas y las pupilas acerinas del sol que me hace guiños desde las hojas lucias, y la prisa roncadora de los cerdos de color de ladrillo pulverizado y las zarpas de las recias pantorrillas de la moza; y el cuadro moteado de las rosas multicolores; todo, en fin, que por mis ojos se me adentra, ¿acaso no es mío, mío, todo eso?

Y así, arrebujada en la bruma floja de la llovizna campesina, iba por el camino empapado, amasando emociones con el regocijo de mi corazón.

Que quien se interna en las reconditeces opulentas y emotivas de la Naturaleza no puede llamarse pobre, ¡no!”

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