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Voces del Este

Los toros de El Seibo desde la barrera

Aunque la tradición emprenda el rumbo de las veredas, el seibano sabe que la función taurina no comienza a las cuatro de la tarde. A esa hora, el ruedo se llena de jóvenes que, a pie o a caballo, andan de uno a otro lado en busca de protagonismo.

El recién llegado se asombra y se enaltece ante tanta juventud aventurera. No se imagina que esos mismos personajes, una hora después saltarán a la plaza como aguerridos domadores gracias a la peculiaridad de las funciones seibanas: los dos últimos toros de cada corrida ‘‘pertenecen’’ al público, y no precisamente por ser los menos bravos. Para esa ocasión se reservan a los que disparan humo y fuego por sus ojos, aquellos que no se cansan ni al dar diez vueltas al espacio cerrado ni al golpear a cuanto ingenuo pierda el equilibrio en su loca carrera contra el tiempo.

Como en El Seibo el toro ‘‘no se mata’’, nada hay que perder, salvo el honor herido del torero al ser ‘‘revolcado’’ por la bestia, o algunas costillas rotas por la contundencia del impacto de sus cuernos. La función tiene un solo precio, ver quién se cansa primero: si la irredenta juventud o la bestia feroz que después de veinte minutos de carreras y embestidas es enlazada por campechanos jinetes que la retiran del ruedo para dar paso a la siguiente.

Las fechas

Las funciones son posibles cada primera semana de mayo. Nunca más, aunque los seibanos anhelen revivirlas en otras ocasiones. Estas coinciden con las fiestas patronales. Son el toque de originalidad de una provincia que ha hecho suya la tradición española que parecía destinada al olvido. En esa plaza artificial no se ha dejado de torear desde hace más de cien años. Las ‘‘bestias’’ llegan del Central Romana. No son crías preparadas para el combate, sino para la reproducción que, de seis en seis, irrumpen en la ciudad, todas las tardes de la primera semana de mayo, dentro de ‘‘furgones’’ especiales.

Vienen en son de guerra y miran a las gentes que, asombradas, no saben si compadecer su hacinamiento o ‘‘pinchar’’ sus cuerpos con cuanto objeto encuentren. En otras épocas, los colonos nativos criaban los bravos animales que encendían la pasión dentro del ruedo. Entonces, sí había competencia por aportar las mejores bestias y El Seibo soñaba su proeza taurina. Con el paso del tiempo, aquellos colonos fueron emigrando y la tradición de crianza pasó al Central Romana.

‘‘Olé’’ a la dominicana

En las corridas seibanas, las ‘‘fieras’’ son las primeras en el campo de batalla y permanecen a la vista de todos: desde tempranas horas de la tarde el furgón se estaciona al norte de la plaza. Sin el menor pudor, los toros sudan, sueñan, gritan y parecen romper los barrotes que los separan de la multitud que no teme pasar frente a ellas a pesar del mal olor acumulado. Traen un misterio que nadie se atreve a descifrar. Sus ojos encierran diversos sentimientos. Desde la locura hasta la bondad. Enfrentar la mirada del toro debería ser un arte. Concentrados en algún punto lejano, los ojos de la bestia esperan el fulgor de los humanos. Pero el seibano no pretende esa experiencia. No quiere los mensajes del otro lado de su ser. Ni le interesa su suerte. Sólo pretende -como buen aficionado-, divertirse.

El recién llegado se confunde con el polvo del camino: da vueltas una y otra vez alrededor de la improvisada plaza, mientras los minutos parecen romperle la paciencia. Allí comprueba que todos van a desdoblarse. A diferencia de otras fiestas, donde las gentes asisten para ser vistas, el seibano disfruta como pocos su espectáculo. Ya bien como actor o espectador. Va a torear o a ser toreado.

Cerca de las cinco de la tarde, el ruedo cierra y comienzan los fuegos artificiales. Cada quien ocupa su espacio y el viajero se apresta a la emoción. Se abren de nuevo las puertas y aparecen los "toreros" simulando lo que alguien ha llamado "desfile". Para cada toro hay un maestro y tres alumnos que visten su atuendo a la dominicana.

Las damas no les lanzan flores a su paso. Tampoco son aplaudidos por la entusiasta concurrencia. Por el contrario, algunos chiflidos y abucheos trascienden el espacio.

Sus trajes no traen esmaltes ni lentejuelas. El que visten los ‘‘maestros’’ es más vistoso por sus colores llamativos: el modelo es similar al del ‘‘matador’’ de España, pero con diferencia en tiempo y espacio: el valor de aquel se acerca a una pequeña fortuna en miles de dólares. El de los seibanos es vulnerable al resplandor, y netamente casero.

Los ‘‘alumnos’’ visten diferente. Los modelos, más discretos y casuales no desechan colores llamativos. Pero algunos logran modelar combinaciones en fuerte azul. Son peculiares y pintorescos aquellos trajes. Al igual que quienes los usan.

El "desfile" se apaga minutos después. Un muñeco de trapo es colocado en el centro del ruedo y sobre este se enciende un montante que explota en aquel inolvidable atardecer: al unísono, sale el primer toro que embiste el muñeco y lo lanza por el aire como si fuera una pelota.

El toreo

El maestro sale y desafía. Sobre su cabeza no lleva la vistosa boina negra al estilo de España. Su pelo es cubierto con una especie de media tejida con hilo de algodón. Su mantón rojo es de lona. Está roto y descolorido, pero de algo sirve.

El toro embiste y el maestro lo esquiva un par de veces. Pero en el tercer cruce, el maestro demuestra que ha perdido reflejos: cae ‘‘regado’’ y el impacto le hace saltar la boina que va a caer justo delante del animal, en el medio del ruedo. El infeliz a duras penas se levanta y no sabe si seguir toreando o buscar una de las dos ambulancias parqueadas en los alrededores.

Los alumnos salen pero el maestro no se va: vuelve a buscar su boina porque un buen torero no deja ni un pañuelo a mansalva de la bestia. Después, no volverá a aparecer, a menos esa tarde. Su lugar es ocupado por alumnos que, en la medida de sus posibilidades, van cansando, uno a uno, a los cuatro ejemplares de la función.

Con sus sueños casi sin hacer, ellos sacan la cara por el veterano lesionado. Y cumplen la función, no sin antes pasar algún apuro.

Las dos últimas bestias pertenecen a la muchachada: unos encima, otros halándole la cola, las irritan más de lo debido. Un joven vuela por los aires y otro cae fuera del ruedo. Un tercero es golpeado contra el madero del corral: la segunda ambulancia se hace cargo de él.

Concluye la función cuando el viajero menos lo imagina. Todos se lanzan a la plaza y corren de uno a otro lado. No se pude distinguir cuál se ha convertido en bestia y quién sigue siendo el aspirante a la gloria.

El torero

El torero español Antonio Chenel ‘‘Antoñete’’, confesó en su libro de memorias: ‘‘Se torea como se es. Se torea como se vive. Por eso, el toro delata a los malos toreros y a los impostores’’ (‘‘Antoñete, el maestro’’, de Manuel Molés, El País-Aguilar, 1996). El célebre profesional refería la transparente virtud del oficiante, dentro o fuera del ruedo.

Asumir la maestría significa un tipo de conducta personal y social que el torero seibano no puede mantener.

A grandes rasgos no es torero a secas porque no conoce el milagro de jugarse la vida. Solo enfrenta a la bestia para cansarla. El seibano no entiende al toro. No le respeta su terreno. Lo provoca durante quince minutos sin reconocerle su espacio. Y tiene algo peor. Se enfrenta a la bestia con elegancia no renovada, pero sólo durante una semana al año. El resto de su tiempo lo ocupa en labores de sobrevivencia.

Evidentemente, los seibanos torean como viven: en medio de la incertidumbre de un tiempo que sólo les permite soñar.

Una función de toros en El Seibo es un espectáculo inolvidable que cada dominicano debería presenciar no sólo para su disfrute personal, sino por el desenfado mágico que recuerda ciertos episodios garciamarquianos

Entre cuatrocientas y quinientas personas asisten a cada función. La plaza, hasta la publicación de este reportaje, era muy peculiar, al estilo de los pueblos españoles, portátil, levantada especialmente para la temporada. Se armaba con tablas de pino colocadas de forma circular con dos portones, uno para los toreros y otro para los toros. La entrada es gratuita.

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