Ventana

Ensayo

La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa

Waldo González LópezSanto Domingo

Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) si su obra fundamental pertenece a la más vasta narrativa, en su extensa e intensa producción destacan varios ensayos, como el ejemplar conjunto de treinta y seis, publicado en 2013: La verdad de las mentiras —cuyo título y temática son afines a otro suyo: «El arte de mentir»—, si bien ya en 1990, La verdad… tendría una primera edición, también de Alfaguara, con solo veintiséis textos. En tal sentido, vale la pena recordar que —tal confesara en Historia secreta de una novela (Col. Fabula, Tusquets Editores, 1971— mientras escribía La casa verde «supe de manera flagrante y carnal [que] “la «verdad real» es una cosa y la «verdad literaria» otra y no hay nada tan difícil como querer que ambas coincidan”

Otro raigal volumen suyo es La civilización del espectáculo, donde pone en circulación diversas decisivas aristas sobre la nada benigna influencia que ejercen los mass media en el público, y entre otros aspectos, subraya: «la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y […] la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo» que, lamentablemente, ocupan el tiempo de millones de personas desde décadas atrás.

A tal fin, apunta que ya en los tiempos Ortega y Gasset —quien denominara «“el espíritu de nuestro tiempo”, el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más»— aparecería el triste fenómeno de cantidad VS calidad.

Mas, abunda el peruano que tal pensamiento, proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la desaparición de la alta cultura, minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura [que] ha pasado […] a tener casi la acepción que ella adopta en el discurso antropológico, es decir, la cultura son todas las manifestaciones de la vida de una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su indumentaria, sus técnicas, y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita, respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama semejante es poco menos que inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una manera divertida de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función del Cirque du Soleil se equivalen.

Mas, regreso al tema de mi artículo: La verdad… acrecentaría aún más el prestigio de Vargas Llosa, quien, merecedor de los Premios Cervantes (1994) y Nobel (2010), sería asimismo galardonado con otros señeros lauros: Leopoldo Alas (1959), Biblioteca Breve (1962), Nacional e Internacional de Novela Rómulo Gallegos (1967), Príncipe de Asturias de las Letras (1986), Scanno, concedido por Rizzoli Libri (1989, por su novela El Labrador) y Planeta (1990, por su novela Lituma de los Andes). De igual forma reconocido por sus novelas (policíacas, históricas y políticas), algunas de estas han sido llevadas con éxito al cine, como Pantaleón y las visitadoras (1973) y La fiesta del Chivo (2000). Su creación alcanza otras parcelas, como la dramaturgia, donde incluso ha incluido, ocasionalmente, la actuación, según demostrara poco tiempo atrás, cuando en un importante teatro madrileño, incorporara el sacerdote de uno de Los cuentos de la peste, versión suya de El Decamerón que sumó en su elenco, entre otros, a la destacada intérprete Aitana Sánchez Gijón.

AnchorArriba califiqué de ejemplar La verdad…, porque no son tantos los escritores hispanoamericanos que han publicado títulos de tal envergadura y rigor en sus libros dedicados a este ¿género?, o mejor: función, tal lo denominará el maestro mexicano Alfonso Reyes, quien hizo de los suyos el centro de su creación asimismo compartida con la poesía.

Creado por quienes son considerados los primeros ensayistas: Plutarco y Séneca, serían continuados por «el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos»: el filósofo, humanista y moralista francés del Renacimiento Michel Eyquem de Montaigne (1553-1592), quien —entre 1580 y 1588, a partir de la pregunta socrática ¿Qué sé yo?— escribiría sus essais o ensayos, dedicando, de tal suerte, buena parte de su breve y feraz existencia a escribir los suyos, por lo demás, considerados la obra cumbre del pensamiento humanista galo del siglo xvi.

Muy valiosos para desentrañar cuentos, novelas y poemarios, los textos ensayísticos constituyen los pivotes sobre los que se edifican los más rigurosos empeños analíticos desde la época del pensador francés.

Como desde centurias anteriores serían los propios poetas quienes se ocuparan de viviseccionar la propia poesía (tal ejemplificaran grandes poetas como Charles Baudelaire, José Martí, W. H. Auden, T. S. Eliot, Octavio Paz, Joseph Brodsky…), asimismo serían, más aca, algunos narradores y estudiosos del Boom, quienes desentrañarían la novelística surgida en el importante movimiento, tal realizarían dicha tarea, entre otros, los nombres de Carlos Fuentes, Severo Sarduy, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, José Lezama Lima, Antonio Cornejo Polar, Alejo Carpentier y, por supuesto, el propio Vargas Llosa, quien en el volumen que me ocupa resulta modélico por su profundidad, tal sucede con otro destacado narrador del Boom, justamente admirado por el peruano (al margen de su «filia política» con el castrismo: el mencionado Alejo Carpentier quien galardonado con el Premio Cervantes (1997), brillaría igualmente en su varia otredad genérica: narrador (novelista y cuentista), ensayista literario (Tientos y diferencias), de arte (La ciudad de las columnas) y musical (La música en Cuba, América Latina en su música, Letra y solfa y El músico que llevo dentro).

Acerca de la inclusión en el volumen de treinta y seis ensayos que abordan autores de distantes y distintos estilos y nacionalidades, Vargas Llosa apunta, en su breve pero intenso Prólogo, que los suyos analizan novelas y relatos aparecidos en el siglo xx, como que su «arbitraria selección» responde a que estos son narradores de su preferencia. Claro, antes anota con razón que (gracias a Tolstoi y Dostoievski, Melville y Dickens, Balzac y Flaubert) durante la decimonónica centuria, «con toda justicia [de] haber sido llamado el siglo de la novela, no menos cierto que el […] xx lo fue también, gracias a la ambición y la audacia visionaria de unos cuantos narradores de distintas lenguas y tradiciones capaces de emular a quienes habían llevado tan alto las cimas de la novela».

En cuanto al título del libro, a este crítico le evoca un criterio de un estudioso de la producción de otro gran narrador: el inglés Daniel Defoe (1660-1731), sobre el que dicho ensayista [cuyo nombre he olvidado] confesaba la preferencia del creador del primer testimonio-reportaje de la literatura: Diario de la peste (que elogiara García Márquez) por «esas mentiras que parecían verdades», comunes asimismo entre los lectores de la época defoeana, ya que el público inglés, tan práctico y racional ¿solo entonces?, no gustaba de la ficción, pues prefería los temas de la actualidad: una literatura veraz que reflejara, apoyándolas, sus ideas y tabla de valores.

De todo lo anterior, se colige el afán realista de la literatura desde la época en Inglaterra, Francia y España, índice definitorio en otros de los libros del invencionero e iniciático Defoe, sobre todo en su clásica novela Robinson Crusoe, en la que las fabulaciones aportadas por el gran menteur superan las ¿realistas? Memorias del protagonista y náufrago Alejandro Selkirk en la isla de Más a Tierra de Juan Fernández, cerca de Chile, tal señalo en «El “caso” Defoe», incluido con otros ensayos en mi libro de próxima publicación Ejercitar el criterio.

Asimismo, a propósito del realismo y de Vargas Llosa, pocas semanas atrás entregó a su representante su nueva novela: Travesuras de una niña mala, sobre la que confesara:

Es […] bastante distinta de lo que he escrito hasta ahora. Se trata de una historia de amor que transcurre en ciudades y épocas en las que yo he vivido, pero no es nada autobiográfica. Pasa en Lima en los ‘50s; en París, en los ‘60s; en Londres, en los ‘70s, y en España, en los ‘80s. He utilizado, con ironía, los recursos un poco truculentos del folletín romántico, por el que siempre he sentido una secreta y perversa atracción.

Mas, añadía: «Mi vocación es la literatura y no la cambiaría para nada, pero necesito tener un pie fuera, en la calle, viendo lo que ocurre. Pertenezco a una generación en la que la literatura nunca ha sido una cosa cerrada en sí misma».

Igualmente, advierte sobre el tema a los lectores exigentes de realismo en la ficción novelesca, casi al inicio del que acaso resulta su segundo prólogo: «La verdad de las mentiras» que «las novelas siempre mienten, todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida».

Mas, no conforme, amplía su diapasón como sigue:

En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven.

Y aun añade Vargas Llosa: «para aplacar —tramposamente— ese apetito, nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho».

Aunque en un escritor tan prolífico como Vargas Llosa —de lo que también da fe en este volumen— es compleja labor escoger algunos títulos; mas, si se me pidiera seleccionar entre los treinta y seis ensayos, tras la minuciosa lectura y el riguroso análisis, optaría por los dedicados a La muerte en Venecia (Thomas Mann), La señora Dalloway (Virginia Woolf), El lobo estepario (Hermann Hesse); Nadja (André Breton), Santuario (William Faulkner), Un mundo feliz (Aldous Huxley), Trópico de Cáncer (Henry Miller), El extranjero (Albert Camus), El reino de este mundo (Alejo Carpentier), El viejo y el mar y París era una fiesta (Ernest Hemingway), Lolita (Vladimir Nabokov), El Gatopardo (Giuseppe Tomasi de Lampedusa), El doctor Zhivago (Boris Pasternak), Un día en la vida de Iván Denisovich (Alexandr Solzhenitsin) y Sostiene Pereira (Antonio Tabucchi).

Por razones de tiempo, solo comentaré algunos de estos valiosos títulos, en cuyos análisis Vargas Llosa evidencia su sólida cultura literaria, en tanto muestra su capacidad de análisis, apoyada en acuciosas lecturas de las mejores novelas publicadas durante la pasada centuria, en las que, provisto de su acerado binomio: el arco y la flecha (Octavio Paz, dixit) hace diana en las obras de los autores ensayados, del polaco norteamericano Joseph Conrad al italiano Antonio Tabucchi.

De tal suerte, valiéndome del título de la clásica pieza de Agustín de Rojas (1572-1635) Viaje entretenido (1603) y acorde con Lezama Lima: «Solo lo difícil es estimulante»—, inicio mi arduo pero agradable promenade o paseo, donde abordaré algunos aspectos de la función analítica del ensayista y narrador.

Prefiero comenzar con su hondo examen de la excelente noveleta La muerte en Venecia, del narrador germano Thomas Mann, quien, desde Los Budenbrook (1901), brillaría en las letras europeas con su valiosa producción, en particular La montaña mágica (1924) —por la que merecería en 1929 el Nobel de Literatura—, sin olvidar la trilogía José y sus hermanos (1933-1943) y, en particular, Doktor Faustus (1947).

Desde el inicio de su análisis, el ensayista resalta dos de las cualidades de la obra: «economía de medios y perfección artística» y, por ello, la compara con dos clásicas noveletas: La metamorfosis, de Franz Kafka y La muerte de Iván Ilich, de Leon Tolstoi: pero pronto revela un tema inusual en el gran ruso, tal en no pocos de sus contemporáneos: el homosexualismo, representado en Gustav von Aschenbach, su alter ego, un reconocido escritor (casi un retrato de Mann) escritor que, afirmado en sus ideas y principios, no hace vida social y vive solitario en su viudez e, incluso, durante sus vacaciones, se recluye en su casa de las afueras de Munich. Justamente, durante unas vacaciones, en un hostal, descubre al muchacho e, insólitamente, queda prendado del chico, con el que no sucederá nada; mas, el mutuo intercambio de miradas revelará a Von Aschenbach la también nueva revelación en su ¿adusta? psiquis, hasta ese instante nueva pasión.

Muy agudo, Vargas Llosa se refiere a este «pecado», ¿desconocido u oculto? por el autor germano a lo largo de su extensa e intensa existencia, y solo revelado en La muerte en Venecia, cuyo trama, de ser ¿alegórica o confesional?, habría significado el final del asimismo prestigioso autor de Carlota en Weimar (1939), en la ¿impenetrable o prejuiciosa? Alemania de 1912, poco tiempo antes de la aparición de Hitler y el inicio del fascismo, cuando publica su magistral narración.

El lobo estepario, de Hermann Hesse, es otra novela con razón preferida por Vargas Llosa, pues este título fue y sigue siendo uno de los más favorecidos por el público del gran autor suizo-alemán, quizás por la mixtura de aspectos autobiográficos y la necesaria fabulación fantástica, disfrutados en esta obra que, escrita casi un siglo atrás (1927), continúa siendo clásica.

Este aserto lo corrobora la estirpe filosófica del texto, pues, a partir de su condena al materialismo de la vida contemporánea y su rechazo de la sociedad industrial, Hesse se afiliaría a la cultura oriental y las religiones contemplativas y esotéricas, como a su nostalgia de la vida natural (rousseauniana), entre otras filias ideológicas.

Por ello, su Lobo… —tal bien apunta el peruano— es su obra más representativa y la que mejor muestra la singularidad de su orbe narrativo, creado desde muy joven por quien durante más de ocho décadas escribiera casi todos los géneros, salvo el teatro.

Sin duda, uno de los narradores que mantienen su preferencia entre escritores de varias épocas y generaciones, países y lenguas es el norteamericano William Faulkner, sobre quien Vargas Llosa revelara [en su conferencia “Historia de una novela secreta”, leída en Washington State University, el 11 de diciembre de 1968, y publicara en 1971 por la Col. Fábula, de Tusquets Editores] que «era el paradigma del novelista (todavía lo es)».

El peruano escogería del también reconocido guionista [quien, como se sabe, es considerado uno de los padres de la novela contemporánea], Santuario, la que, según el norteamericano escribiría en apenas tres semanas de 1929, tras El sonido y la furia; lo que quizás me temo le acarrearía complicaciones, de acuerdo con los siguientes hechos. Tal revelara en el prólogo de la segunda edición (1932), siempre la consideró «barata», pues, su prontitud al escribirla respondía a la necesidad de obtener dinero, ya que hasta entonces, había escrito por puro placer. A tal fin [según Faulkner] decidiría «inventar la más horrible historia que pude imaginar» algo que algún habitante de Mississippi quizás tomara como un tema de moda. Mas, el temeroso editor le negó la publicación del libro, pues si lo hacía, le traería problemas a ambos. Entonces, escribió Mientras agonizo y, cuando esta se publicó, recibiría las pruebas de imprenta de Santuario que el editor por fin daría a la luz. Al releerla, se percató de que era impresentable y, en consecuencia, le haría numerosas supresiones y enmiendas, al punto de que la versión final aparecida en 1931, de ningún modo se parecía a la original.

Este hecho y la mala opinión sobre Santuario la cargaría el narrador como un complejo freudiano durante su existencia, a tal punto que, pasado medio siglo de aparecido el autocrítico prólogo, en la Universidad de Virginia (1965), en un inédito acto de insólita sinceridad ante profesores y alumnos, denominaría a su historia «enclenque» y calculada con «bajas» intenciones.

No obstante el nada común acto de contrición faulneriano, Santuario integra la triada de obras maestras faulknerianas, de acuerdo con Vargas Llosa, quien la ubica entre las mejores de la saga de Yocknapatawpha, a saber: Light in August y Absalom, Absalom! Y figura en ese trío esencial, por la cantidad y variedad de lecturas diversas y barrocas realizadas por especialistas, con las consiguientes ganancias aportadas, como, entre otras: modernización de la tragedia griega, alegoría bíblica, paráfrasis de la novela gótica y metáfora contra la modernización industrial de la cultura del sur estadunidense. Su riqueza temática alcanzaría insospechadas interpretaciones, como la de André Malraux, quien al presentarla en París (1933), aseguraría que constituye «la inserción de la novela policial en la tragedia griega».

Mucho más podría argumentar sobre esta decisiva nivola [para emplear el neologismo creado por Unamuno para diferenciar su novela Niebla de las publicadas ad usum en la España de fines del xix, como también podría escribir mucho más sobre este distintivo forjador de la narrativa norteamericana contemporánea, pues a más de medio siglo de su muerte— ocurrida el seis de julio de 1962— continúa siendo un clásico vivo, actuante.

Con la sorprendente lectura de París era una fiesta, a este crítico le sucedió lo que a Vargas Llosa: con su amena lectura, descubriría al auténtico Ernest Hemingway, de quien hasta entonces solo había leído varias de sus novelas, pero no todavía la que sería la preferida, por su hondura: El viejo y el mar.

Y es que a quien escribe no le atraía del todo la imagen de célebre y petulante cazador norteamericano en África, que se le antojaba una suerte de super star y porque además mucho había leído en revistas sobre sus constantes visitas al restaurante El Floridita, donde no solo tomaba cotidianamente sus preferidos daiquirís, sino que un día, justamente mientras bebía otro de sus gustados tragos, ya ebrio, golpeó al entonces joven periodista y narrador cubano Lisandro Otero, quien intentaba entrevistarlo, con lo que el narrador evidenciaba su desprecio por el entonces desconocido reportero cubano, actitud tan distinta de haber sido un colega norteamericano o europeo.

Entre líneas, añado que a mí me resultan más cercanos algunos de sus colegas de generación, en particular: William Faulkner y John Dos Passos. El primero por su raigal autenticidad al narrar el ámbito sureño, con sus conflictos y personajes, tal comprobé líneas atrás; y Dos Passos, por las técnicas tomadas de la cinematografía emergente (en especial, la acción paralela), implementadas en particular a su mejor novela: Manhattan Transfer.

En París…, el narrador y periodista evoca su larga estadía en la Ciudad Luz, donde amistara con su colega Gertrude Stein, quien, como sabemos, definiría al grupo de talentosos narradores americanos, residentes en París, de esta suerte: «Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra son una generación perdida. No le tienen respeto a nada. Se emborrachan hasta matarse...».

En su producción descuella El viejo y el mar —que le merecería el ansiado Premio Pulitzer (1953)—, un libro «raro», por ser una convincente crónica escrita con el goce evocador de los años jóvenes: la grata memoria de los idus memorables del entonces joven creador que, ya mayor en 1954, recibiría el Premio Nobel de Literatura por su obra completa, solo siete años antes de suicidarse de un balazo con uno de sus rifles de caza, el dos de julio de 1961.

Del destacado narrador ruso Vladimir Nabokov, exiliado en los Estados Unidos, el ensayista aborda una popular novela que, por su impensado erotismo en mis juveniles años, sedujera (¿o mejor: encandilara?) a los adolescentes que, como el hoy septuagenario crítico, pudimos leerla en la Cuba de inicios de los sesenta del siglo pasado, recién estrenado el gran mentís del flagrante castrismo. Así, Lolita llegaba para trastornar a este entonces indocumentado lector que (sin antecedentes literarios familiares, solo provisto de intuición y sensibilidad y, por supuesto, sin leer a su desconocido James Joyce) acaso ¿conformaba? otro «retrato del artista adolescente», sin dejar de disfrutar de furtivos encuentros con novias, en la provinciana ciudad de Holguín, donde estudiaba el preuniversitario.

Rechazada por cuatro editoriales norteamericanas, el gran narrador ruso la entregaría a la editorial parisina Olympia Press y al polémico Maurice Girodias, quien (osado por haber publicado a los no menos eróticos narradores norteamericanos Henry Miller y William Burrougs) decidió sacar a la luz pública a Lolita en 1955, para ser prohibida al año siguiente por el ministro galo del Interior.

Mas, ya entonces la declararía el narrador británico Graham Greene el mejor libro del año, lo que de inmediato la favorecería con la atrayente aureola de «novela maldita», al punto de que en 1958 la publicaba una editorial norteamericana y numerosas europeas, con el consiguiente impacto que le atraería miles de lectores, universalizando el nuevo término (y acaso canon) de «la lolita», símbolo del también nuevo concepto de la niña-mujer emancipada e hito inaugural de la era de tolerancia sexual que, en los sesenta, alcanzaría su apogeo, integrando la mitología de la modernidad y, ¿por qué no?, de la ya entrante posmodernidad, que expulsaría de la vida los obsoletos prejuicios sexuales que, hasta fines de los cincuenta, dominaban la apacible existencia de las familias occidentales.

Decisivas fueron las primeras adaptaciones cinematográficas, en las que resalta el tópico erótico, de tal suerte que el deseo es subrayado por los lenguajes literario y visual. El primer filme (1962) estaría a cargo del realizador norteamericano: Stanley Kubrick (cuyo guion escribiera el propio Nabokov y sus intérpretes serían figuras de la talla de James Mason, Sue Lyon, Shelley Winters y el luego célebre comediante Peter Sellers); y el segundo (1997) debido al director británico Adrian Line (con guion suyo y un óptimo reparto, conformado por Jeremy Irons, Melanie Griffith, Charlotte Haze y Dominique Swain).

Sin duda, en sus ensayos, Vargas Llosa revela las peculiaridades que distinguen sus particulares vivisecciones que, tal dije atrás, evidencian su vasta cultura literaria; mas, asimismo reflejan un estilo que, sin apartarse del profundo análisis operado sobre las novelas analizadas, no deja de ser «legible»: ameno, placentero, variado, porque se aleja del retoricismo discursivo, «intelectual» de ciertos ensayistas que, provistos de los obsoletos códigos del Círculo Lingüístico de Praga y sus seguidores, ansían la absurda incomprensión del leedor [que no ensayista ni crítico] alejándolos de la lectura de estas y otras significativas novelas. En tal sentido, le siguen a los integrantes del Círculo praguense dos influyentes figuras homónimas, los Jacques: el francés Lacan y el argelino Derrida, quienes devendrían (dixit Vargas Llosa) «figuras que en parte son míticas en la crítica literaria y que en parte son también verdaderos fraudes intelectuales, porque acabaron cayendo en un oscurantismo detrás del cual no había complejidad alguna».

De tal suerte, constatamos que el recio ensayista se distancia de los socorridos Lacan y Derrida y sus tesis, como de sus discípulos, quienes buscan épater (asombrar, impresionar, lucir…) con el ¿nuevo? saber, solo consiguen su afán de ser incomprensibles, mostrando su ¿conocimiento? y solo logrando (eso sí) alejar a los nuevos lectores que ansían conocer novelas y cuentos, y, por supuesto, entretenerse, sin enredarse en complicados discursos de códigos en desuso que rechazan, entre otras, una técnica más antigua y por ello, validada: la crítica comparada que aun muestra su validez y lozanía en el empleo de estilos intelectivos, por lo que ha sido apropiada por genuinos ensayistas, como los también poetas, narradores y críticos de distintas y distantes generaciones y ámbitos: Jorge Luis Borges, Fernando Savater, Javier Marías, Arturo Pérez Reverte, Elías Canetti, Antonio Muñoz Molina, Enrique Krauze, Manuel Arias Maldonado, Félix de Azúa, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Christopher Domínguez, Jorge Edwards, Miguel Molina Fox, Félix Grande, Juan Goytisolo, Guillermo Sheridan, Juan Villoro, Hugo Iriart, Germán Arciniegas, Roberto Bolaño y, por supuesto, el propio Vargas Llosa, quien en este título corrobora también su maestrazgo en esta disciplina.

Además, el peruano se vale de otras decisivas disciplinas, como la sociología, la psicología, la estética, la propia literatura y, además, de sus ideas sociopolíticas, pues el Hombre es un Animal Político (dixit Aristóteles). Y su idearium, sin duda, enriquece su propuesta intelectiva, al punto de que sus ensayos recuerdan, de algún modo, los de Alfonso Reyes, por poner un decisivo ejemplo latinoamericano.

En este joven siglo, que aún no alcanza la veintena de años, cuando «el mundo (ya no) es ancho y ajeno», para emplear el título de la que es, tal vez, la más importante novela de Ciro Alegría, sobre la que escribiera en torno a la narrativa peruana el aun joven pero ya laureado Vargas Llosa —quien ya había publicado Los jefes (1959), La ciudad y los perros (1963), La casa verde (escrita entre 1962 y 1965, mas solo publicada en 1966, tal confesara en Historia secreta de una novela, ya mencionada), Conversación en la catedral (1970) y Pantaleón y las visitadoras (1973)— en la revista Caretas (1977): la obra mayor de Alegría —la de más aliento, la más compleja y osada como tentativa creadora— fue, sin lugar a dudas El mundo es ancho y ajeno. Este libro es clásico no sólo porque constituye el más ilustre antecedente de la novela peruana contemporánea, sino también porque en su factura y en sus propósitos puede asimilarse sin dificultad a la mejor tradición de la novela romántica y naturalista, cuyas características esenciales comparte.

Ahora, cuando las expresiones literarias, artísticas: culturales, son una «tomadura de pelo», porque «abundan las imposturas, la frivolización, faltan valores y sobra banalización» —tal escribiera el peruano en su decisivo volumen ensayístico La civilización del espectáculo—, resulta ineludible la honda, penetrante lectura de La verdad de las mentiras, que debe ser leído con atención e, incluso, estudiado por quienes realizamos la ingrata pero valiosa labor analítica de narrativa, poesía y otras manifestaciones literarias.

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