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Literatura

Permanecer sin dejarse mirar

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Eve GilTomado de La Jornada Semanal

“No ha sucedido nada sino la soledad.” Con esta frase extraída de una de las cartas de Emily Dickinson, cualquier crí­tico listillo y, con suerte, misógino, concluirá que nada digno hay que agregarle a la biografía de la gran poeta estadunidense. ¿Qué de interesante (morboso, comprometedor, desmitificador) puede haber en la vida de una mujer que pasaba la mayor parte del día recluida en su habitación, leyendo y escribiendo, cuando no cociendo melocotones en la cocina o preparando judías? El humanista y escritor Thomas w. Higginson, quien fuera activista por los derechos de la gente de color (el Ku Klux Klan se fundó en 1867, cuando Emily tenía treinta y siete años de edad), se la describió a su primera esposa, de quien al poco tiempo enviudaría, cuando tras nutrido tránsito epistolar se decidió a visitarla en su casa de Amherst… –¿sentiría celos Mrs. Higginson de Miss Emily?, de esta manera: “Pequeña y poco atractiva, con mechones lisos de pelo rojizo y una cara un poco como la de Billie Dove; no más fea –sin ningún rasgo bonito– con un vestido muy sencillo y exquisitamente limpio, de piqué blanco y un chal de estambre azul.”

Se han aventurado toda clase de hipótesis para explicar la reclusión voluntaria de Miss Dickinson, misma que, entre receta y puntada, completaría un total de mil 775 poemas, de los cuales sólo publicó dos en vida, y de manera anónima. Cada una de esas hipótesis puede ser echada por tierra con la misma espontaneidad con que se han formulado, empezando por la de que era una beata: basta leerla con cuidado para percatarse de que nada más lejos de esto. A los dieciséis años se negaba a participar en las oraciones cotidianas en un colegio religioso, se ignora el motivo, aunque sus poemas pudieran despejar la incógnita: “Más si manchara el delantal/ me reñiría Dios, a no dudar! / Aunque, creo, que si él fuera chico, / también treparía si pudiera.”

¿Agorafóbica? Daba largas caminatas por el frondoso jardín de su casa y recibía visitas a menudo. Cuando viajar se volvía imperioso, como cuando tuvo que atenderse los ojos, “que me duelen con la luz de la nieve”, se trasladaba sin problema a Boston o a Filadelfia. ¿Amargada? Imposible hallar escritura más feliz, más colmada de satisfacción y gratitud por el simple, simplísimo hecho de estar viva. ¿Lesbiana? Se rumoró que estaba enamorada de su cuñada Sue Gilbert, a quien estaba muy unida, pero en general Miss Emily derrocha afecto en sus cartas, con mujeres y hombres por igual. Estuvo, por cierto, enamorada de un señor, como se verá más adelante. ¿Hija reprimida? Edward Dickinson era una rara avis para su tiempo, pues su trato para con su único varón, Austin, y sus dos hijas pequeñas, Emily y Lavinia, era inusualmente igualitario. Permitía el acceso a los pretendientes que ellas desearan recibir, pero tanto Emily como su hermana optaron por la soltería. ¿Ausencia de pretendientes? Ni hablar. Entre los que tocaron esperanzados a su puerta, con lirios frescos entre las manos, Emily sólo mostró interés, ¡a los cincuenta y dos años!, por Otis p. Lord, quien fuera amigo de su padre y le propondría matrimonio en 1882… pero el juez Lord moriría dos años después sin obtener de su amada más que recaditos donde se evidencia la reciprocidad de un amor propio de adolescentes. El deceso de Otis hace retornar a Emily a la fragante fortificación desde donde contempla la danza de los petirrojos a través de su ventana, con una pluma en ristre o un libro en el regazo (las hermanas Brontë eran su lectura favorita) y donde morirá, a los cincuenta y cinco años, a consecuencia de una nefritis tan discreta como ella misma. Su único probable dolor de cabeza era asumirse enfermera de una madre en extremo frágil y encamada a perpetuidad. Su único lamento era carecer de una madre que le aconsejara y la asistiera. Emily Elizabeth Dickinson nació la medianoche del 10 de diciembre de 1830, en Amherst, Massachusetts, en la que sería su casa por los próximos cincuenta y cinco años, en el seno de una familia wasp –blanca, anglosajona y protestante, por las siglas en inglés–; segunda hija de Emily Norcross y Edward Dickinson (Austin había nacido un año antes; Lavinia nacería dos años después); Edward pertenecía a una larga tradición de respetables académicos, siendo el primer Dickinson, Nathan, fundador de la Hopkins Grammar School, a finales del siglo xvii. El bisabuelo de Emily, Samuel Fowler Dickinson, fundaría el Amherst College. La infancia de la poeta, sin ser idílica, fue razonablemente feliz para ser una niña con una madre postrada. En sus hermanos encontraría compañeros de juegos imaginativos que la aceptarían como guía.

Emily refiere con ternura y nostalgia a la niñita diminuta y asombrada que fue. Habla de cuando su padre la prevenía de las víboras con que podía toparse en el bosque, de las cuales nunca vio ninguna… como tampoco se envenenó con las flores que le prohibían tocar… ni fue raptada por duendes, “continué yendo y no encontré sino ángeles”. Son brevísimos (y apresurados) los mensajes que evidencian cierto ánimo eclipsado, y sin embargo no deja de manifestar sincero pesar ante algún deceso o pesar de su destinatario. Emily se mantiene alerta a las alegrías y penurias de sus amigos, pero haciendo de la prudencia un segundo arte. En cada descripción figura la voluntad de hacer literatura: nada de lo escrito por Emily es fruto de la casualidad sino poesía calculada y sopesada. Particularmente las cartas dirigidas a sus sobrinas Norcross, hijas de Loring y Lavinia, primas carnales de la poeta, habla de sí misma en tercera persona, se desdobla en personaje. Tiende, de hecho, a personificarlo todo: los pájaros, los árboles, las telas, el heno… ¡el verano!, a quien, afirma, besará apenas lo vuelva a ver.

La muerte y la inmortalidad son temas que rondan la pluma de Emily, aunque, curiosamente, no las percibe como parte de lo mismo, según el dogma cristiano, sino como dos alternativas, dos caminos opuestos. Como todo lo que la apasiona (la literatura, la naturaleza, los animales, Dios), la poeta no los aborda con solemnidad, ni con inseguridad, sino con gran cautela no exenta de ludismo: “La vida es una muerte que prolongamos; la muerte es el gozne de la vida”. “Es el vivir lo que nos duele más;/ Pero el morir es una forma diferente,/ Una especie que está detrás de la puerta.” Nuevamente se observa la tendencia de Emily a otorgarle atributos humanos a todo, incluida la muerte. La muerte como circunstancia de la vida, misteriosa prolongación de la existencia, cordón umbilical entre la eternidad y la tierra. Brillan por su ausencia alusiones al Cielo y al Infierno, como si Emily no alcanzara a comprender, o, mejor dicho, a imaginar (cosa rara en alguien de suyo imaginativa). La mortalidad que, afirma, le fue enseñada en la infancia por un amigo, al que se identifica como Benjamin Franklin Newton, pasante de Derecho empleado por su padre, que obsequiaba a la niña libros de Keats y murió a los treinta y dos años, tiene más que ver con preservarse y hacerse invisible. Permanecer, pues, haciéndose sentir sin dejarse mirar. Y refiere a los fantasmas como a cualquier incidente en la cocina. Lo sobrenatural no era para Emily sino la revelación del misterio de lo natural; la mirada que al posarse en una flor no ve una flor sino la historia sobre una flor.

¿Para qué y para quien escribía Emily, si su única fobia, su único terror, era precisamente publicar? Helen Hunt Jackson, afamada coetánea de Emily, popular escritora, la contactó, vía postal, para conminarla a aceptarla como albacea literaria y que le permitiera sacar a la luz su poesía. La escritura excepcionalmente atropellada y desaliñada con que Emily se dirige a Thomas Higginson para suplicarle disuada a Mrs. Jackson de su empeño por darla a conocer, evidencia un sincero deseo de mantenerse anónima e inédita. Mrs. Jackson, con quien Emily se permitió el único gesto hostil de su vida, es decir, dejar su carta sin responder, llegó a visitarla en Amherst resuelta a convencerla. ¿Sería un miedo concreto el de Emily? ¿A la crítica, acaso? Motivos le sobraban. Su sensibilidad no hubiera sobrevivido a una crítica tan devastadora como la que solía generar la escritura femenina de su tiempo. Sea como sea, la persuasiva Mrs Jackson alcanzó a publicar una biografía de Emily, todavía en vida de ésta, en 1876.

La llamita se extinguió el 15 de mayo de 1886. Lavinia, su hermana, descubriría los cuarenta volúmenes, encuadernados a mano, que reunían la totalidad de la obra de esta desconcertante poeta que describiría la poesía con la misma aparente simpleza con la que se refería a Dios: “Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía.”

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