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Cuento

Una envejeciente guía de tránsito en Taipéi

A las diez de la mañana, el centro de Taipéi parece un incendio. Miles de vehículos, motores y bicicletas congestionan la vía pública ante el agobiante calor del verano.

Estoy en una esquina de la ciudad y me dispongo a viajar el metro. Es una céntrica avenida con varias intercepciones, según me dicen, una de los puntos neurálgicos de la ciudad. Los son más jóvenes no pierden ni un detalle de ir y venir de los autos. Sin embargo, mis ojos buscan otra cosa. Parada en medio de la calle distingo a una mujer de cierta edad quien desde su posición dirige el tránsito con decisión y firmeza. Sus manos parecen sombras chinescas que producen un espectáculo visual inolvidable. Todos la respetan. Desde los avezados choferes hasta los ingenuos transeúntes pasan a su lado como si estuvieran frente a Dios, y cumplen sus instrucciones con respeto y eficacia.

A pesar del trasiego vehicular, en aquella intercepción no hay entaponamientos. Los autos y motores cumplen las señales que indica la mujer mientras fluyen, con armonía, por sus carriles respectivos.

No sé si fue un impulso repentino o una señal de mi poca educación vial, pero en un momento determinado decidí cruzar por un sitio no indicado por los rótulos del tránsito.

Solo di cuatro o cinco pasos sobre aquel asfalto que destilaba una agradable sensación a eternidad y la mujer detuvo el tránsito y fue hasta nosotros. Alzó la voz, me señaló amenazante con los dedos de su mano izquierda, y en un momento encendió su silbato como reclamando la presencia de agentes del orden para imponerme una multa. Por suerte, me acompañante, el diplomático José Wang vino en mi auxilio. Con esmerada educación calmó a aquella mujer que entre furias y ademanes, pretendía darme una lección. Él le explicó mi condición de periodista, de inexperto caminante ante una urbe donde viven once millones de personas. Ella escuchó su alocución y me perdonó, pero antes de marcharse, le habló con dureza al amigo Wang. Y lo que le dijo, él nunca lo pudo repetir por pudor.

Después de cruzar la calle por el sitio indicado y mientras descendía en busca del Metro, José me informó que en Taiwán, los jubilados, cuando reciben su pensión, se reportan a la Municipalidad para emprender trabajos voluntarios todos los días y ser así personas de utilidad pública. Bibliotecarios, conserjes de escuelas, guardianes, veladores de museos y teatros, así como agentes del tránsito son algunos de los oficios que hacen revivir a los taiwaneses de la tercera edad en medio de un tiempo que tiende a rechazar a los envejecientes.

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