Páginas últimas del maestro 4

Los folios que va caligrafiando en noches indefinidas constituyen ejercicios de voluntad: en sus líneas expone sus sentimientos, bosqueja su pensamiento político, ese antillanismo que le desazona y le enturbia la paz en tardes consagradas a la holganza y a luengas tertulias de café. Las Antillas dibujan en su imaginación las aristas de un mapa sentimental cuyo fondo oscuro intuye, a veces siente con fuerza y desaliento. Las noticias que le llegan de Santo Domingo calman apenas su inquietud; al menos en la patria de Duarte el anti-anexionismo por el momento se ha debilitado. No obstante, su preocupación no se aplaca del todo: caldo de cultivo de la desilusión y la melancolía. Teme caer en el tedio, cuya oceanografía bien conoce y no le es nada grata; en la corriente abulia, esa enfermedad del espíritu que lanza a los hombres a refugiarse en lejanas provincias, en casonas retiradas, al borde de campos cuajados de olmos y viejas vacas. No, este estado mental no le corresponde, lo sabe y se lo repite mientras vislumbra los efectos devastadores de la guerra franco-prusiana, que sigue con vehemencia en la prensa norteamericana. Su voluntad, reitera en líneas de apasionada lucidez y sinceridad, lucha de manera encarnizada contra los monstruos del desaliento y la apatía. Cavila, reflexiona, mientras la estilográfica llena de tinta folios incontables, ristras de papel oloroso y blanquecino. En medio de esta situación, la miseria y las desavenencias políticas le asedian, cual tarántulas que le impelen a abandonar su apostolado a favor de una vida regalada, dedicada al trabajo individual y productivo, al enriquecimiento material a la sombra bienhechora de la amante esposa y la riente prole. A pesar de estas acechanzas se enamora y padece los sufrimientos propios de todo enamorado que sabe que su amor es prácticamente imposible. Corteja a la muchacha de cantarina voz y foráneo rostro; es delicada como las uvas, discreta como la miel que guardan las abejas del campo. Sus labios cerrados, su frente marchita de pensamientos y deseos, sus ojos que miran el suelo en actitud tímida y falsamente distante. Roza el clavel de sus dedos, siente su piel como un animalillo salvaje que salta ante el encuentro furtivo y peligroso. El Maestro, a sus veintitantos años, no sabe si lo que siente es amor o transitoria pasión. Duda, intenta razonar, se pierde en los meandros de su imaginación nuevamente. Funesta manía la de querer analizar hasta el más nimio detalle; operación que sólo acrecienta la incertidumbre: ¨Dudo hasta de quien nunca había dudado: de mí mismo¨, escribe una tarde de octubre de 1870. A las puertas de una inédita aventura, pronto se alejará de Nueva York, la ciudad que lo vio transitar sin rumbo fijo durante casi doce meses. La amada es ya una mancha imborrable en su corazón. Pasa su postrer día en la ciudad como un total desconocido, falto del cariño de sus compatriotas, con la espina de la decepción personal clavada en su alma de patriota cansado y errabundo. Errar como las mariposas: otros aires se ofrecen a su peregrinar. La vida, después de todo, y Hostos lo sabe perfectamente, es eso tan sólo: una enrancia en la que perdemos las raíces y las palabras.

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