Literatura
Saramago: el escritor y el ser humano
En este artículo se valora la vida y la obra de José Saramago, también conocido como “el último dinosauro” de las letras mundiales.
Vestido frac, con sus pequeños ojos negros fijos en las frías y cortesanas paredes del Palacio de Estocolmo, y acompañado de su inseparable esposa Pilar del Río, José Saramago recibió el Premio Nóbel de Literatura de manos del Rey Gustavo. El escritor lusitano llegó a Suecia con más nostalgias que sentimientos triunfalistas. Lo hizo con la madurez de los mortales que nunca se dan por vencidos. A pesar de su filiación marxista, la literatura para él no fue un compromiso: “no puede ser instrumentalizada, no se puede decir que sirva para esto o para aquello”, dijo una vez. Pero volvamos a aquella, su noche estelar. Días antes, había pronunciado un discurso brillante ante un auditorio de cuatrocientas personas en el salón de actos de la Academia Sueca. Allí, además de no arrepentirse de su ineludible compromiso con los oprimidos, bosquejó la crisis de valores de la humanidad de hoy y acusó a la Iglesia Católica de Portugal durante la época de la dictadura (su activa discrepancia eclesiástica le valió la censura del Vaticano). Con sentidas palabras hizo un recuento de su vida e insinuó que “como el personaje fue el maestro y el autor su discípulo”. Fue un discurso literario, como toda su obra. Pero estas consignas fueron sugeridas desde su elegante y descarnada prosa. No le tembló la voz. Se cuidó de no usar adjetivos comprometedores. Trató de ser frío, exacto, protocolar. Y lo hizo por un golpe de inteligencia: había llegado al máximo sitio a que un escritor mortal puede aspirar y eso, más que entusiasmo, produce insospechadas inundaciones internas. Fueron dos noches estelares para José Saramago. Sus más recordadas noches. Pero al final de ambas, la maldita realidad de este mundo loco le cayó encima: lo único valioso, real y concreto que quedó de las veladas fue el cheque de un millón de dólares en su bolsillo, y su nombre (escrito con letras doradas) entre los mejores escritores de todos los tiempos. Y nada más. O nada menos. Salió de allí, con la cabeza a media asta, mirando con altivez a través de sus grisáceos lentes, pensando tal vez en “Tierra de pecado”, su primera novela publicada en 1948, o en los veinte años pasó sin publicar otro libro. Quizás rememoró sus últimos veinticinco años, en los cuales desarrolló una de las más exitosas carreras literarias de las letras contemporáneas. Lo real, lo concreto fue el rumbo de sus pasos al hotel. Al siguiente día, empacó sus maletas y partió de regreso a su amado Lanzarote, a proseguir su mortal batalla contra el tiempo. José Saramago es un comunista raro. De esos que criticaron a su propio Dios en vida. De los que quisieran verlo retornar sin tanta burocracia ni protagonismo dictatorial. Por eso es admirado en el mundo occidental. Por sus ideas fue poco difundido en Europa del Este y en America Latina. José Saramago es un comunista peligroso. De esos que no tienen pelos en la lengua, ni un arma “cargada de futuro”. Pero también declara sin tapujos otra controversial ensoñación: para él, la idea del escritor “sufriendo en su buhardilla” en busca de la palabra perfecta, es totalmente falsa. La carrera de un inmortal Cuando José Saramago publicó “Terra Nostra”, la humanidad comenzaba a humedecerse con los visibles azotes de la mal llamada Guerra Fría. Aún no era miembro del partido comunista, ni comprendía bien las páginas de Marx y Engels que llegaron a ilustrar una buena parte de su ideología. En aquella época, Saramago carecía de la experiencia humana que todo autor requiere para enfrentar la escritura de una historia. No sólo no sabía -ha dicho- lo que pensaba una viuda, sino tampoco conocía a ninguna viuda, que insólitamente, era el personaje principal de aquel libro. A pesar de tales distracciones, logró una novela bien escrita que lo silenció autoralmente por espacio de veinte años, porque se sintió “sin nada que decir”. Su próximo libro fue un poemario fechado en 1966 de temática amatoria. Y aunque Saramago negó en vida la tentación de hacer más románticos los hechos literarios, en aquella ocasión no le quedó más remedio que confesar que “hay un momento en el que uno quiere poner en el papel unas cuantas cosas que le parecen originales, aunque en el fondo no tengan ninguna originalidad”. Con tales declaraciones (confesadas a la periodista española Sol Alameda), el autor de “Ensayo sobre la ceguera” más que desamor por la poesía como género, externaba su inconformidad con esa obra. Y tal inconformidad se vislumbra en sus propias palabras “sí, hubo una relación directa entre la literatura y el enamoramiento. Me parece que siempre caemos en la tentación de hacer más romántica la vida literaria”. Los comentarios huelgan. Sin embargo, esta forma desapasionada de concebir la escritura, no se debe a su filiación política. En ese entonces, había publicado muy poco. Tenía 54 años de edad y trabajaba en una pequeña casa editorial de libros. Esta condición, a la larga, fue el motor que puso en marcha su disciplina autoral. La consolidación del campo socialista, los cambios políticos en América Latina, y su gran vocación de lector, terminaron por inclinarlo al ejercicio profesional de la literatura el que, por cierto, nunca vio como adorno, sino como un oficio sangrante, muy serio, similar a “construir una silla”. El primer paso, tal vez, vino en 1969, cuando entró formalmente (por invitación) en el Partido Comunista Portugués. Comenzó a escribir, y a publicar novelas, como todo un principiante, en ediciones locales que más que llamar la atención, debieron provocar extrañeza en sus lectores, por la forma tan original de concebir intensos mundos sin recurrir a los cuestionables principios del realismo socialista. En esa primera etapa, una de su obra más célebre, “Manual de pintura y caligrafía” lo catapultó como figura importante de las letras portuguesas. Sin embargo, su triunfo internacional más resonante sucedió en 1985, cuando publica en España “El año de la muerte de Ricardo Reis”, libro que algunos, injustamente, tratan de asemejarlo con ciertas historias de los heterónimos de Pessoa. Sin embargo, el propio autor y de manera elegante, responde a los cazadores de gazapos con su contundente verdad: “Cuando pensé en este libro, ya tenía la idea de otro que pensaba escribir después, “Memorial del Convento” (1983). Finalmente escribí primero este. Me asustó entrar al mundo de Pessoa, y por eso lo dejé y me metí con “Memorial del convento”. Y mientras escribía “Memorial del convento”, seguía pensando en Ricardo Reis. Todo surgió de una manera muy fluida. Se hace una cosa y luego se hace otra”. Lo cierto fue que “El año de la muerte de Ricardo Reiss” le abrió las puertas del mercado del libro en todos los idiomas. La magia de un escritorComo todo gran escritor es también un gran tramposo, Saramago ha puesto en función de su sentir como individuo, la extraordinaria originalidad de sus historias. Es decir, ha cantado en favor del comunismo con mucha elegancia, con un desbordante tecnicismo, y con una magia fuera de serie. Su “Viaje a Portugal” (1995) es una lección aterradora. Esta excursión testimonial a lo largo y ancho de su patria es sólo un pretexto para exhibir al mundo los desastres del capitalismo “en esta tierra industrial con una atmósfera política peculiar” (p. 213). Sin embargo, el texto es tan contundente desde el punto de vista artístico, que deja en el lector algo más que un sentimiento de solidaridad con los oprimidos. “Todos los nombres” (1997) es un relato de aventuras donde un Don José (sin nombre), coleccionista de noticias de personajes famosos, se enfrenta a la búsqueda de una mujer que sólo existe en su mente, y que reconstruye a partir del hallazgo de un inusual recorte de prensa. Todos sabemos qué busca este personaje (qué busca Saramago) a partir de esta mujer que no existe. Pero lo hace con una maestría literaria que deja en los lectores (sea cual sea la ideología que ostenten) amplios e irreversibles procesos de ganancias. “Ensayo sobre la ceguera” (1996 y llevada al cine), para muchos su mejor novela, es la perfecta alegoría que contra la propuesta social del capitalismo salvaje se haya escrito en ficción. Aquí, los personajes, de manera inesperada y asombrosa, pierden la visión sin saber las causas. Insospechadamente recuperan también este sentido, pero en breve lo vuelven a perder en medio de un mundo incapaz de demostrar y de corregir el origen de sus males. Sus relatos no son menos excepcionales. En “La silla” (incluido en “Casi un objeto”, 1983), un comején va destruyendo el asiento del personaje protagónico paralelamente a la caída de la dictadura portuguesa. Y cuando esta se derrumba, la silla también. “Embargo” canta al amor de un hombre por su automóvil, mientras se aviva la crisis nacional por la gasolina. Es un hombre que ama su vehículo sin importarle que el mundo se cae ante sus pies por amores como ese. “Desquite” propone la fantasía de un joven que ve castrar a un cerdo y después cruza un río a nado porque, según cree, en la otra orilla lo espera una hermosa joven desnuda. Y mientras nada, una rana se burla de él. Estos son unos pocos ejemplos de su rica imaginación, de su habitual olfato. Por leer a Saramago nadie ha quedado con el gusto en los labios. El autor sabe perfectamente, que las manos no sólo sirven para escribir, sino también tocar el rostro ajeno.