CRÍTICA
El libro de Angelita Trujillo
El autor considera que Angelita Trujillo hace una defensa desmedida de su padre y de su régimen atendiendo solamente a cuestiones sentimentales y con ello le miente a su patria y al mundo.
Este libro de Angelita Trujillo hay que leerlo dentro de la dinámica de todas esas obras que han ido apareciendo en los últimos tiempos que tratan del régimen de Trujillo desde la óptica de los que lo vivieron directamente, pero esta vez del lado del mismo régimen y no del lado de la oposición. O sea, que sigue la pista de libros como el de Virgilio Álvarez Pina, La Era de Trujillo, Narraciones de Don Cucho (2002), Johnny Abbes García, Las memorias de Johnny Abbes García (2002), Ramón Emilio Saviñón, Memorias de la Era de Trujillo, 1916-1961 (2002), Luis José León Estévez, Yo, Ramfis (2002), Hans Weise, Trujillo: amado por pocos, odiado por muchos, temido por todos (2002). Esto no quiere decir que este tipo de libro es algo reciente. Sus raíces se encuentran en obras de otras personas que conocieron el régimen desde adentro, empezando con En la ruta de mi vida (1970), de Víctor Garrido, y Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo” (1989), de Joaquín Balaguer. Tampoco hay que descartar los libros de Alicino Peña Rivera, Carlos Evertsz Fourier y Arturo Espaillat entre otros, ya que siguen los mismos lineamientos. La idea de estos libros es esencialmente la de mostrar, como dicen, “la otra cara de la moneda”. Es decir, en vez de concentrarse en los crímenes del régimen, como lo hacen las obras antitrujillistas, subrayar más bien sus aspectos positivos, pues los hubo, insisten, y hay que reconocérselo. En sí ésta no es una mala idea. No lo es porque, al fin y al cabo, nada es puramente blanco y negro; todo está hecho de matices bastante grises. Si hubo sombras en el régimen de Trujillo, es indudable que también hubo cierto esplendor. La misma lógica nos lo demuestra. Por eso, todos estos libros recuentan el devenir de la Era empezando con una pormenorizada descripción de lo que existía en el país antes de la llegada del régimen. Una República en la zozobra, presa de las locas apetencias de los caudillos, y con el gobierno en manos del estéril partidismo político. Según esta línea de pensamiento, línea que se fundamenta en la propaganda del mismo régimen, Trujillo llegó para salvar al país del caos. Fue un astro providencial que se apareció y lo arregló todo: políticamente, económicamente, en el orden, la paz ciudadana, la independencia financiera, la estabilización de la frontera, la creación de un sistema jurídico, un Ejército Nacional, etc. Todo esto hizo que la nación progresara en todos los sentidos y finalmente se insertara, reconocida y respetada, dentro de las demás naciones del mundo. Este bonito sueño, es innegable, tiene cierto elemento de verdad. Trujillo, por ejemplo, sí terminó con la montonera. Eliminó o redujo todos los demás caudillos para que él sólo, también un caudillo, tomara en sus manos todo el poder y lo ejerciera por treintiún años. Algún elemento de verdad tienen todas las demás cosas que mencionamos. Lo que convenientemente se oculta en esto es el costo que tuvo, pues, para lograr lo que Trujillo logró, los métodos no fueron nada fáciles. Simplemente se acabó con hacer del país algo así como un enorme campo de concentración donde el dictador, con el Ejército, la Iglesia y gran parte de la alta sociedad de su lado, más el respaldo de los Estados Unidos, pudo hacer y deshacer cómo le viniera en gana. Indudablemente, pues, cualquiera que se oponía a su omnímodo poder terminaba muy mal, torturado en los calabozos, muerto o exiliado. Por cierto, desde la óptica de los que lo respaldaban la represión era necesaria, ya que Trujillo, dicen, estaba construyendo una nación moderna y eso no se hace con métodos tímidos, especialmente con un pueblo rebelde y caótico como el dominicano. O sea que, para crear algo que valga la pena, es indispensable emplear métodos drásticos y a veces hasta crueles. Pero, lo que aquí empieza con adoptar cierta lógica realista, pronto degenera, como podemos ver, en la anuencia con esos métodos represivos que caracterizan a todas las dictaduras. La falla del argumento se encuentra en esto. O sea, que se toma por descontado que los métodos brutales son necesarios para que un país se organice en nación y logre el progreso. Esto no es necesariamente así. Un país se organiza en nación y progresa sólo mediante el esfuerzo de toda su gente; no lo hace, como se quiere comunicar con este argumento, bajo el látigo de ese capataz que sería el dictador. Como todos esos libros que mencionamos, Trujillo, mi padre, en mis memorias (Publicaciones Unicaribe, 2010) también cae en este error. Desde un principio, Angelita asume que su padre tuvo que actuar de cierta forma y que eso se hizo necesario porque, de no hacerlo, el país se quedaría en la zozobra y el caos en que se encontraba. Ya que tuvo que hacerlo, para ella, lo que hizo se justifica. Como se justifica para todos los demás escritores que mencionamos. Ahora bien, objetivamente hablando, mucho de lo que el régimen logró fue positivo. Lo que fue negativo, fue el precio que el país tuvo que pagar. Paz, sin duda, la hubo en la Era; pero, fue la paz de Trujillo, o sea, una paz impuesta a sangre y fuego. El orden lo hubo; pero, fue el de una ergástula. Hubo progreso; sin embargo, ¿quién en verdad se aprovechó de ese progreso? Por cierto, no fue el pueblo llano, el cual simplemente vivió en el peonaje todos esos años. Es obvio que, si las cosas no hubieran estado así, no sería posible explicar todo el fenómeno del antitrujillismo. Este fenómeno Angelita sólo lo explica diciendo que fue pura envidia para con los logros de su padre. En efecto, para ella, la envía de las clases adineradas o de primera, desembocó en la codicia. Estas clases, codiciando los bienes de su familia, que eran enormes, orquestaron la destrucción del régimen para quedarse con el botín. Aquí también hay un elemento de verdad. Trujillo creó varias industrias exitosas que pertenecían al Estado, pero, a él desaparecer, éstas fueron saqueadas y puestas en manos privadas, las de esas clases adineradas. Angelita hace mucho de la idea que Trujillo pensaba dejar al pueblo dominicano todas sus pertenencias, industrias y fincas. Sin embargo, ¿cómo lo sabemos? De ser así, sería una verdadera anomalía en la historia de la humanidad, pues ningún otro dictador nunca lo ha hecho. Es verdad que algo similar, en reducida escala, lo hizo Ramfis en un documento con sus propiedades. Pero, cabe preguntar, ¿cómo accedieron los Trujillo a esos bienes, si nunca trabajaron en su vida? Fue regalo de su padre. Pero si Trujillo y la nación eran una sola cosa, entonces no había nada que regalarle al pueblo, ya que todo era suyo desde un principio. Lo que se quiere subrayar aquí es la diferencia de clases y la rapacidad de las clases altas. En eso, la acusación de Angelita es correcta, pues no sólo esas clases se quedaron con todo, sino que, al desmantelar el Estado trujillista, eliminaron paulatinamente las pocas ventajas que el pueblo había sacado de la dictadura. De ahí en adelante, no supieron hacer nada constructivo con el Estado y, un poco a la vez, redujeron el país a esa situación lamentable en que todavía se encuentra. Por consiguiente, es a raíz de esta actuación de las clases pudientes que ha quedado en el aire no sólo la nostalgia por el régimen, sino también el anhelo por los viejos tiempos por parte de mucha gente y especialmente gente, como los jóvenes, que nunca conocieron la Era. Ya que las cosas están tan malas, quizás un hombre fuerte, otro Trujillo, es lo que necesitamos, así va el discurso. “Si stava meglio, quando si stava peggio,” decían y todavía siguen diciendo los italianos con referencia al régimen de Mussolini, en una situación muy análoga a la dominicana. Este libro de Angelita, aparte su nostalgia, refleja ese sentimiento. Sentimiento legítimo, lo admitimos, ya que un pueblo desamparado como lo es el dominicano hoy es como un niño que, en su desánimo, busca a una figura paterna para que lo proteja. Todos los pueblos en apuros funcionan así, de eso no cabe duda. Mucha de la actitud de la nostalgia trujillista posee un matiz psicológico. O sea, refleja cierto esquema mental de la persona que la adopta. En general, el nostálgico trujillista es persona que ansía algo que dejó de existir. Lo ansía sencillamente porque, en ese tiempo, su vida fue diferente a lo que es ahora. A lo mejor tuvo posiciones encumbradas, riqueza o un prestigio que ahora no tiene. Pero, aparte de eso, es persona que posee un sentido rígido de los esquemas sociales. El orden, la ley (interpretada a su manera), la religión, los uniformes militares, una relación estrecha con Estados Unidos, las buenas conexiones sociales y económicas, estos son los elementos básicos de su psicología. En un mundo cambiante como el presente, es obvio que él no encuentra estas cosas. Las experimentó en la Era; ergo, el régimen de Trujillo es, para él, ese tiempo mítico, sagrado, el in illo tempore, donde todas sus ansias se apagan. Ese es el esquema mental que aparece en este libro. Angelita, por ejemplo, habla mucho de religión, considera a su familia y a sí misma en particular como personas de fe. El gran logro de su padre, como lo repetía toda la propaganda del régimen, fue el Ejército Nacional. Por eso, siempre habla del Ejército y de su padre como jefe de ese Ejército. Hay toda una infinidad de encuentros de alto nivel con gente encumbrada del mundo, el duque de Windsor, estrellas de cine, cantantes mexicanos, el Papa, Franco, ministros, embajadores. Y fiestas y más fiestas, de cumpleaños, clubes nocturnos, cenas, recepciones, la Feria, la Voz Dominicana. Viajes en cruceros, en yate, a Europa, los Estados Unidos, Canadá. Sin duda, es el recuento de estas cosas lo que conforma el grueso de su libro. Relacionado a este esquema está el hecho de que, para la gran mayoría de los nostálgicos, el régimen coincide con su juventud. Angelita, por ejemplo, tenía sólo veintiún años cuando tuvo que abandonar el país. Lo que quiere decir que toda su juventud se encuentra dentro del período de la Era. Y, ya que ella, gracias a la opulencia de su padre, disfrutó al máximo esos tiempos, en su mente el régimen sigue siendo el máximo evento de su vida. No en balde, pues, rememora tanto su asistencia a la coronación de Isabel II de Inglaterra y su propia coronación como reina de la Feria de la Paz. A los setenta y dos años, ¿qué otra cosa le queda, sino volver la mirada hacia atrás, a sus tiempos felices, a lo que el viento se llevó para siempre? No vamos a entrar en el asunto de la veracidad de lo que Trujillo, mi padre contiene o no. Es asunto de los historiadores. Además, hay cosas en la historia que nunca se sabrá cómo exactamente ocurrieron. Y la verdad, como muy bien se sabe, depende mucho de la perspectiva desde la cual se enfoca cualquier argumento. Para Angelita, su padre fue un verdadero santo varón. No cuestiona que hizo cosas que a lo mejor fueron malas; pero insiste que eran necesarias. Prefiere, pues, poner el énfasis en sus características buenas, como su generosidad con el dinero, por ejemplo. Esto no lo pondríamos en duda, ya que el que tiene dinero como lo tuvo Trujillo puede permitirse muchísima generosidad con todos, hasta con sus enemigos. Que fuera un gran trabajador tampoco. Todo dictador tiene la tendencia a tomar el toro por los cuernos. Esa es una de sus características más desarrolladas, resolverlo. Su afición por la religión, por el orden, el protocolo, Trujillo la comparte con muchos hombres fuertes. Fue padre ejemplar, según ella, y eso nos lo creemos sin problema. Como militar, tenía la mentalidad del guerrero, el cual necesita un lugar de descanso y asueto, y ese es su familia. Hasta los capos mafiosos, si uno se fija, hacen excelentes padres. Angelita se para en la epidermis del carácter de su padre. En todo el libro, hay sólo una instancia en que se le enfrenta: a los doce años, nos dice, cuando descubre de sus infidelidades. Pero, en sus adentros, termina aceptando esa realidad. ¿Cómo? Porque un hombre excepcional como su padre tiene demasiadas cualidades buenas que compensan pecadillos como esos en su vida. Por eso, nunca de verdad cuestiona el actuar oscuro de su padre como gobernante. Lo que hace en la política, para ella, es asunto suyo. Le importa sólo su cariño para con ella, su madre, sus hermanos, la familia toda. Es esta manera de descuidar por completo el actuar político de su padre, lo que la lleva a algo muy curioso en su libro, algo que, de quererlo, podríamos entender como la más grande de las perversidades. Se trata del hecho de que, en pos de defender a su padre y el régimen, muy a menudo Angelita cita obras de hombres muertos por órdenes del mismo dictador, como Andrés Requena, José Almoina y Jesús de Galíndez. Se olvida por completo, por ejemplo, que Requena escribió Cementerio sin cruces (1949), lo que firmó su sentencia de muerte, y una y otra vez cita el Romancero heroico del Generalísimo (1937), libro que el escritor fuera presionado para que escribiera. De Almoina cita Yo fui secretario de Trujillo (1950), y eso a sabiendas de que es una obra que éste escribió para tapar lo que se sospechaba, que fuera él ese Gregorio R. Bustamante que publicó Una satrapía en el Caribe (1949), lo que causó su asesinato. Es algo a lo sumo extraño que hable de esas obras y nunca mencione las otras. Igual procede cuando cita la carta de Juan Bosch con relación al cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo. También, cita por entero el panegírico de Balaguer para finalizar su libro, consciente de que su madre y Ramfis se molestaron al oírlo el día de las exequias. Otro aspecto es que, al catalogar los logros del régimen, nunca se mencionan sus fallas. Los muertos y los torturados, los presos y los exiliados no aparecen en estas páginas. Es como si no existieran, pues todo tiene que ser hermoso dentro de esa fantasía que, como ser privilegiado, ella hasta admite que vivió. La “40”, el “9”, Nigua con su trabajo forzado en los campos de sisal, las cómodas acusaciones de comunista a cualquiera, los cepillos que aterrorizaban la población, el miedo generalizado y profundo, los desafectos al régimen que muchas veces alcanzaban las mismas altas esferas gubernamentales, nada de esto es mencionado por Angelita. Es que estas cosas no le convienen, y cierra los ojos. Como otros escritores tapan los crímenes para defender a su querido Jefe, ella hace lo mismo para de defender a su querido papi. En su totalidad, el libro sigue la receta que Ramón Emilio Saviñón desarrolló al máximo en sus supuestas Memorias de la Era de Trujillo, o sea, ya que todo el mundo conoce los crímenes y las fallas de Trujillo, como estrategia para recuperar su figura se enfatizan únicamente sus obras y logros página tras página sin descanso. Este procedimiento, al contener muchas verdades, hace que el lector se olvide de las mentiras. ¿Quién antes o después del Jefe alcanzó tales cumbres?, es la idea que se insinúa en su mente. Y, de no cuidarse, el resultado es llegar a la conclusión que el autor del libro quiere que lleguemos: Trujillo fue un santo varón, en todo. Y entonces nos preguntamos, si fue ese santo varón que nos dicen, ¿cómo es que tiene tan mala reputación y hay tanta gente que anda por ahí lamentando todavía lo que sufrió bajo su régimen? Pero, como es obvio, esta pregunta no se asoma en la mente de Angelita, como nunca se asoma en la de otros escritores como Saviñón. Éste es un procedimiento del cual a lo mejor Angelita ni sospecha o, si lo sospecha, no lo dice. La idea es defender a su padre y al régimen, eso es todo, cueste lo que cueste. No necesariamente está mintiendo. Desde su punto de vista, esa es la pura verdad. Y, como ocurre, está dispuesta a sostenerla hasta ante el mismo Dios. Otro elemento curioso del libro es su impostación ideológica. El libro es rabiosamente anticomunista, por eso de que el comunismo se afianzó en Cuba con Castro y quería hacer del país otra colonia soviética. Pese a esto, Angelita responsabiliza directamente a los Estados Unidos, y la CIA en particular, por la muerte de su padre. Se hizo, dice, para dar un ejemplo, como ofrenda a las demandas de Betancourt y otros miembros de la OEA. Se hizo para castigar a su padre por su inveterado nacionalismo. Y entiende que esto fue injusto, pues su padre tenía estofa de gran patriota y toda su actuación respondía a un plan preestablecido por él: primero, consolidar el poder eliminando la montonera; segundo, establecer la nación; tercero, lo que supuestamente no llegó a alcanzar por habérsele tronchado la vida, enderezar el país hacia la democracia plena, sistema en el cual, sostiene, él creía a carta cabal. Esta clase de cuento es muy viejo. Todas las dictaduras latinoamericanas pretendían ser democracias, ya que estaban respaldadas y eran aliadas ideológicas de los Estados Unidos. Pero pretender algo y serlo son cosas muy distintas, como sabemos. No hay documento producido bajo el régimen que no diga que Trujillo era un auténtico demócrata. Al desaparecer el régimen, el primero que empezó a sostener que la democracia dominicana se debía a la familia Trujillo fue Balaguer. En Memorias de un cortesano de la “Era de Trujillo”, éste sostiene que el origen de la democracia en el país se encuentra en el hecho de que Ramfis decidió no continuar con la dinastía de su padre. León Estévez, más tarde, en su libro sobre Ramfis, pretende lo mismo. Angelita no dice nada de esto; va aún más lejos, y hace que la democracia se remonte a su padre, por ser un demócrata convencido desde siempre, anticomunista y, en adición, por esta tercera fase de su supuesto plan ideológico para con el país. Como ya explicamos, muchos de los argumentos que encontramos en este tipo de libros son aceptables por el simple hecho de que algo está podrido en la República y empezó a pudrirse desde que el régimen terminó. Si así no fuera, las cosas serían muy diferentes. No existiría nostalgia ni se invocaría la presencia de un hombre fuerte como Trujillo para que lo arregle todo. El estado de descomposición es tal que surge en cualquiera el prurito de averiguar cada pequeño detalle acerca de la Era y sus protagonistas. De ahí no sólo la proliferación de estos libros, sino también la industria que brotó a su alrededor. No pasa día que no se publique una obra relacionada con el Jefe y su Era. Y todas se venden bien. Virgilio Álvarez Pina y Johnny Abbes son un ejemplo. El libro de Angelita, por su cercanía a las personas y los eventos, quizás termine siendo el más contundente de todos. Históricamente hablando, pensamos que es muy poco lo que podemos aprender de estos libros. Forman parte de una fase en el desarrollo histórico de una sociedad. Después de estos libros, seguro vienen los sitos en la Internet; y, en efecto, ahí está el sito de la Fundación Rafael Leónidas Trujillo Molina, donde se promueve Trujillo, mi padre y se alaba la Era por sus logros y al dictador por su estatura de ilustre estadista. Decimos que esto no lleva a nada porque, como ejemplo, este mismo proceso lo hemos ido observando en el tiempo con relación a otro país, Italia, y su propio hombre fuerte, Mussolini. Después de los libros, y ahora conjuntamente a ellos, han venido afirmándose sitos en la Internet dedicados a ese período y a ese hombre “providencial”. Los argumentos son los mismos que hemos esbozado aquí. Aunque algo siempre se aprende de estas publicaciones, no hay que perder de vista el hecho de que la exaltación de esa realidad histórica alcanza muchas veces el paroxismo. Una cosa es reivindicar los legítimos logros de Mussolini y su régimen; otra, sin duda, perder el tiempo en determinar, en artículos aparentemente de carácter histórico, por qué Claretta no llevaba puesto sus panties cuando la colgaron en Piazzale Loreto junto a su amante y qué pasó con ellos. O sea que, en gran medida, detrás de estas publicaciones no existe un verdadero pensamiento. Que el fascismo y, en este caso, el trujillismo, no fueran la estúpida farsa o el mal absoluto a los cuales sus opositores los redujeron en su afán para desacreditarlos es históricamente inapelable. Entonces la idea es ir al fondo del asunto y sacar de ellos los pocos elementos buenos que indudablemente tuvieron para el país y proponerlos de nuevo como una muestra válida de posibles cambios sociales; no es, como ocurre con este tipo de libros, exhibir por revancha al fascismo o al trujillismo como potenciales modelos políticos alternativos del futuro. No hay esperanza legítima en una ideología ya desaparecida. Sería como resucitar a un muerto, algo que sólo logró Cristo. Es en esto, pues, donde sostenemos que se sitúa el error de Trujillo, mi padre y otros libros afines. De ninguna manera en tratar de reivindicar las cosas positivas del régimen. Lo que se fue, se fue, y hay que aprender de él. ¿Cómo se hace? Separando el grano de la paja. Es la única manera de seguir adelante y construir un mejor país para todos. Si hoy en día se pueden apreciar los elementos artísticos del recién descubierto Palacio de Nerón en Roma, algo que fue bueno, ¿por qué no evaluar objetivamente también lo bueno de cualquier período histórico, como el de Trujillo, que no nos gusta? Es decir, hay que acabar con el insulso maniqueísmo destructor que siempre se establece cuando un bando ideológico le gana a otro en el devenir de un país. Si esta conclusión parece una apología del trujillismo, no lo es. Nadie tiene que tragarse las exageraciones patentes o sus mentiras en Trujillo, mi padre; sin embargo, tampoco tiene que aceptar ciegamente y a rajatabla el discurso opositor, por muy válido que sea. Que hubo crímenes horribles en el régimen de Trujillo no se discute; sólo se discute ese discurso que dice que únicamente hubo crímenes y ya. Por eso, todo sumado, se nos ocurre preguntar, como Angelita se lo pregunta en su libro, ¿qué pasó con los Archivos de Trujillo secuestrados por el Consejo de Estado? ¿Cómo realmente ocurrieron ciertos eventos claves de la dictadura? Estas son preguntas pertinentes, pues hay misterios que todavía no han sido lo suficientemente esclarecidos y que a lo mejor jamás lo serán. Lo que quiere decir que hay una moraleja en todo lo que hemos dicho, y es que siempre existe otra campana. Existe y hay que escucharla, aunque no nos guste, pues es la única forma que tenemos para acercarnos mínimamente a lo que sería la verdad. De no hacerlo, sólo se seguiría en lo mismo, dándole así validez a ideas y sentimientos que de ningún modo se lo merecen.