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Dos minutos

Déjese perdonar, hoy más que nunca

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Luis Garcíia DubusSanto Domingo, RD

Fello ofendió a su es­posa. En un arran­que de ira le habló en mala forma y la apabulló. Luego se sintió mal por haberlo hecho y se recriminó fuertemente a sí mismo. Se dijo grosero, abusa­dor, mal educado, etc.

Algo le dijo que lo que te­nía que hacer era pedir per­dón, así que se armó de va­lor (no es fácil pedir perdón) y así lo hizo. “Excúsame” - le dijo - “no sé qué me pasó. Metí la pata. Perdóname...” y su esposa lo perdonó.

Pero Fello hizo algo más. Como él es un hombre ca­tólico práctico, quiso pedir perdón también a Dios. Fue donde un sacerdote, le contó lo pasado y el sacerdote, en nombre de Dios, también lo perdonó.

Pero Fello seguía sintién­dose culpable y de mal hu­mor por aquella falta. No ha­bía recuperado la paz.

Ahora yo le pregunto:

¿Cuál era la causa de su malestar?

Recuerdo haber hecho esta pregunta a un grupo de per­sonas muy humildes a quien había tenido el honor de dar­les una charla. Ellos dieron en­seguida la respuesta correcta a mi pregunta: Él estaba incó­modo porque, a pesar del per­dón recibido, no se había per­donado a sí mismo.

¡Pobre Fello! Sin duda, él tenía metida en su cabeza la convicción de que él no se podía equivocar, que él tenía que ser perfecto.

Pero no es sólo Fello. Pa­rece que muchos de noso­tros tenemos dificultad en dejarnos perdonar. Judas, por ejemplo, a pesar de que se arrepintió, no pudo dejar entrar el perdón de Jesús, quien lo llamó dulcemente “Amigo” después de su trai­ción. En consecuencia se de-sesperó, y fue y se ahorcó.

En cambio Pedro, quien había negado tres veces a su querido señor y maestro, percibió, acabando de hacer­lo, una mirada llena de com­pasión y de perdón de par­te de Él, y fue tan grande su emoción que lloró su error, mientras se dejaba amar has­ta el fondo y humildemente.

Recibió ampliamente el per­dón y siguió adelante, lleno de agradecimiento.

Creo que en el mundo existimos dos clases de per­sonas: los Judas y los Pedro. El malestar de los primeros hace que necesiten llenar su vacío con algo y lo buscan en el exterior para de algu­na manera dejar de escuchar esa voz interior que los sigue condenando. Un borracho, sea de vino o sea de riquezas, acalla su autorecriminación, al menos momentáneamen­te. Pero nada exterior tiene el poder de darle el bien más preciado que existe: paz in­terior y gozo.

Los Pedro, en cambio, aunque arrepentidos de sus fallas, abren su corazón a la misericordia infinita de Dios, y se dejan llenar de ese amor compasivo que no pide ex­plicaciones ni exige perfec­ción, porque comprende la fragilidad de nuestra natu­raleza.

¡Ay, si usted se dejara per­donar! Estamos cerca de Se­mana Santa. ¿Le parece un buen plan esta semana abrir su corazón confiadamente al amor, dejarse amar hasta el fondo, dejarse perdonar por Dios y perdonarse a sí mismo?

La pregunta de hoy

¿Qué esfuerzo tengo yo que hacer?

“La vida del alma -dijo Te­resita de Lisieux- consiste en el abandono, y no en la conquista”.

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