A leer al Nobel de Literatura 2025, obras suyas están gratis en internet
A mediados de la semana corriente recibimos la información de que la Academia Sueca había conferido el Nobel de Literatura 2025 al húngaro László Krasznahorkai (1954-), quien irrumpió en la escena literaria de su país en 1985, con una novela inusual que, sin embargo, establece fascinantes vínculos, interrelaciones, enfoques y actitudes escriturales —más no conceptuales— con lo característico de otro autor distinguido con ese galardón antes: el portugués José Saramago (n. Portugal 1922-†España, 2010).
Así me lo pareció desde que, al enterarme de la distinción, busqué algo de este autor absolutamente desconocido en el espectro cultural nacional, un caro indicativo del lamentable desencaje de nuestra vida cultural con relación a la producción europea y del resto del mundo.
Dispuesto a comenzar por el principio, navegué en Internet hasta encontrar, primero, la versión portable de su primera novela: “Tango satánico” (1985), tan bien valorada que fue llevada al cine en 1994, generando una película de 7 horas y 17 minutos de duración.
De inicio, Krasznahorkai nos conduce a la habitación que haría su predilecta: el nihilismo. Decimos que desde esa postura expresa, procedente de Franz Kafka, la narrativa declara la condición y estado anímicos que impulsan el acto de escribir y caracterizan el lenguaje: “Entonces, prefiero equivocarme mientras espero”. ¿Esperanza ante la indiferencia o indiferencia ante la esperanza?
La frase, además de inscribir la novela en los linderos kafkianos, también modela el acto de escribir como una continuidad sospechosa que, sin embargo, va al reencuentro de la dimensión deshumanizada y desensibilizada de aquel existencialismo que en “El extranjero” dejó plasmada Albert Camus, un aspecto no señalado por las fuentes consultadas.
A Krasznahorkai, al igual que a Camus, lo caracterizará acompañar el desinterés manifiesto de sus protagonistas, esa falta de esperanza o vínculo, con la idea de odisea incierta, de insufrible y absurdo laberinto y, también de apatía y descreimiento.
Otro vínculo posible establecer de forma fragmentaria es con “Esperando a Godot” (1952) de Samuel Beckett (n. Irlanda, 1906 – †Francia, 1989), ya que entre los “hechos” relevantes de la novela está la expectativa, a la vez temerosa y esperanzada, de los pobladores ante el supuesto regreso de Irimiás a la comunidad, un líder carismático dado por muerto que, según el rumor, había sido visto en las cercanías y quien, finalmente, llega acompañado de Petrina para, juntos, lograr que los aldeanos les entreguen su dinero para establecer una nueva sociedad cuando en realidad planean, traicionarlos, entregándolos a las autoridades.
De manera que la traición propia de los actos y discursos políticos forma parte esencial de la trama.
Respecto a Saramago, resalta la coincidencia discursiva; nos referimos a lo que las “academias de la lengua”, atávicas y enemigas de la creatividad, calificarían de osadía y desafuero narrativo. Si Saramago o Krasznahorkai hubiesen escrito en la República Dominicana, habrían sido decapitados en la guillotina de los falsos defensores del “lenguaje” que cercenan la creatividad literaria. La narrativa de este premio Nobel es un fluir apenas interrumpido, una emanación sin fin en la cual la coma, entre los signos de puntuación, declara su dominio y los párrafos ocupan el tamaño de los capítulos. Un radicalismo al que no osó Saramago, pese a que el modo incontenible, razonado y de ideas y realidades concatenadas casi mágica o de forma absurda los caracterice a ambos. Con la particularidad, claro, de que en Krasznahorkai, a diferencia de Saramago, hay una violación intencional del comedimiento ante las sinonimias, de las cuales el autor rehúye para referir, casi de forma consecutiva y reiterada, las mismas unidades léxicas, importándole un bledo lo que los “semióticos” locales puedan decir de “la extensión” de sus párrafos trocados en capítulos o de la “tesitura lingüística” de su léxico.
Entre otros, son aspectos recurrentes en la obra de este autor y están en él desde su pieza inicial: “Tango satánico”. En esta, uno de los personajes centrales, Futaki, un oportunista, cínico y calculador que inicia la novela despertando ante el repiqueteo de campanas que no sabe si son reales o imaginarias, si las escucha o las sueña, opta por “esperar y esperar, nada más que esperar”, denunciando desde el comienzo la condición de apatía nacional por un lado y, por el otro, el anhelante entusiasmo del “narrador” ante la superación de las condiciones políticas imperantes en la Hungría y demás naciones “satélite” de la URSS previo a 1989.
Futaki se dice y se obliga, aun quejándose para sus adentros, a esa espera “consciente de que ellos estaban a punto de llegar y entonces «todo» se iría al garete”. Es la reacción y actitud de ese personaje ante lo que acontecía cuando “La situación parecía bastante desesperada, porque los ingresos quedaban lejos de los previstos, y sólo podía confiar en que el café hiciera entrar en razón a esa «panda» de borrachos”. De tal modo, a la espera del desarrollo de los acontecimientos, que son en realidad, pocos, ese personaje simbólico de la población espera “lo que tenga que ser”.
Ese es, el de Krasznahorkai, el discurso: uno sobre la sensación colectiva de desengaño y desesperanza; emanada de las traiciones políticas, terminan “explicando” la conducta, esto es proponiendo, desde la literatura, una doctrina de psicología social explicativa de la pasividad. Acompañado de un sentimiento de extravío, de espacios y objetos dislocados al punto que su presencia donde deberían estar resulta extraña o, al menos, irreconocible, los personajes avanzan y recorren los espacios, dando cuenta de unas realidades que los superan y, tal vez, que los determinan.
El discurso de este autor se construye mediante el fluir de unas ilogicidades que aún con fuertes herencias surrealistas por su carácter irracional o automático, continúan aspirando el orden desde el caos y la condición estancada que como metáfora refiere la estructura circular de esa novela en cuyo cierre Futaki permanece en la habitación del inicio, acodado sobre la almohada desde la cual deseaba “mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado” de casas “alejadas la una de la otra” entre las cuales sólo la del doctor “velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras”.
Momentos cruciales de la pieza son al inicio de la segunda parte, cuando un personaje de segundo nivel, Kerekes, sin la estatura de Irimiás, Petrina, el Doctor o Futaki, bebe y vomita para entonces dedicarse a tocar su bandoneón para interpretar una melodía que le deja los ojos llenos de unas lágrimas que ni él comprende. Es un tramo híper simbólico, o dicho más exactamente, extra significativo de la obra por las connotaciones que, desde otras lecturas e interpretaciones, desde otras hermenéuticas, digo desde la biológica a la jurídica y desde la ética a la política, es capaz de propiciar.
El otro momento importante es el suicidio de Estike, la niña mancillada por los adultos, símbolo de la inocencia traicionada y sin futuro que, al descargar su dolor y la violencia de su sed de venganza en su inocente gato, matándolo, indica el grado de infantilidad política de la sociedad a la vez que denuncia el estado de desprotección de la infancia, la inocencia perdida y maculada, el temor de los infantes. Cuando ella corrió, alejándose del doctor por desconfiar de todos, este razonó: “«Su madre está aquí dentro, bebiendo…, sus hermanas puteando en el molino su hermano atracando quién sabe qué tienda en la ciudad… Y mientras, ella corretea vestida con apenas un jersey… ¡Que el diablo se los lleve!»”. A veces la bondad siente que no puede corregirlo todo, que ni el mejor doctor puede curar las sociedades dañadas. Inmerso en su alcoholismo, en la introspección y en la soledad, mirando a su sociedad desde su ventana, atestiguando y registrando todo como hizo el autor.
Futaki, aun humanamente enajenado, padece lo que sus caldéanos: víctimas y presas del vórtice miserable, corrupto, violencia y desesperanza en el cual vivían atrapadas las sociedades de la Europa del Este y sus ciudadanos. Una condición, sin embargo, invariante en las postrimerías al colapso del comunismo. Como la novela es anterior a la caída del Muro de Berlín de 1989, vista en retrospectiva constituye una acusación dramática sobre la tragedia ante los incumplimientos de las promesas políticas sobre las que se produjo la escisión de las comunidades integrantes de la finiquitada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Quizás la adaptación de la obra al cine llevada a cabo en 1994 haya adquirido hoy un significado retroversor, al no haber ocurrido los supuestos efectos en que desembocarían las consecuencias que le dieron origen: la esperanza en la promesa occidental; el proceso de anteversión y desarrollo. De tal manera, cabe preguntar si la obra no viene a adquirir hoy significado reñido con su objeto inicial, si no ha devenido en el reverso de esa moneda sobre cuyo valor se anclaron las promesas de libertad y progreso emitidas entonces a cambio de la escisión.
Esta consideración es pertinente porque ese espíritu de desesperanza, indiferencia y desencanto ante la decadencia y el saldo (desengaño) entre lo aspirado y lo obtenido por las sociedades de la Europa del Este después de la caída del Muro de Berlín se ha transformado en reflexión espiritual, una introspección que aparta al escritor del interés anecdótico para centrar su atención en el paisaje. Es lo dominante en su más reciente novela: “Al norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río” (2025), cuyo inicio nos presenta al nieto del príncipe de Genji recorriendo la escalada laberíntica que desde un monasterio conduce al “jardín más hermoso del mundo”, “como movido por una fuerza interior” que medita sobre cada elemento que enuncia, encuentra o ve: árbol, rama, piedra, nube, sombra, etc. Y, junto a ello, la calidad de objetos que, más que traspasables, resultan traspasables, como el Templo, como el muro, como el bosque, y el recorrido en torno, alrededor o a través de ellos consiste, finalmente, en el verdadero, único e inevitable sentido de vivir.

