EDITORIAL

El espejismo que nos distrae

Los partidos políticos se enfrascan estos días en una puja estéril: la competencia comparativa de sus obras de gobierno.

Una carrera obsesiva por medir fuerzas en el terreno de lo tangible, de lo que puede fotografiarse e inaugurarse.

Sus mediciones se concentran con avidez en realizaciones materiales: grandes obras viales, monumentales edificaciones escolares, complejos hospitalarios.

A esto suman, como si de un catálogo de ventajas se tratara, modelos económicos, cifras de empleo, crecimientos del PIB y volúmenes de inversión.

Y, sin embargo, una inquietante pregunta se cae de la mata : ¿es esto lo que realmente importa?

Lo verdaderamente relevante, lo que debería inquietarnos como sociedad, no son los fríos saldos cuantitativos.

Lo esencial yace en los resultados concretos en la vida de las personas, vale decir, la búsqueda real de un mayor bienestar humano, servicios públicos dignos, una salud que cure y una educación que libere.

De poco sirve alardear de supremacía en una carrera de cemento y asfalto si, en los aspectos más básicos, el país exhibe un rostro de estancamiento y abandono.

Para el dominicano de a pie, en su realidad actual, es más prioritario que el gobierno mitigue sus necesidades perentorias —el hambre, la salud, la seguridad— que distraerse con el fuego artificial de una sumatoria de obras que, con frecuencia, resultan opacadas, abandonadas o misteriosamente paralizadas.

Cada gobierno, en su afán por eclipsar al anterior, siembra proyectos que el siguiente deja morir.

La prueba más cruda de este fracaso es la siniestra falta de continuidad. No existen estrategias de Estado, solo hay planes de gobierno.

El resultado de esta discontinuidad es un país que, administración tras administración, experimenta como conejillo de Indias con fórmulas distintas, mientras los graves problemas sociales y humanos —esos que nos duelen desde hace años— permanecen intactos, enquistados, agravándose.

Por eso, esta competencia por exhibir logros materiales no es más que un espectáculo pirotécnico: produce estruendos efímeros y destellos de esplendor que se apagan tan rápido como surgieron, dejando tras de sí solo una espesa nube de humo y el silencio de lo que nunca se resolvió. Y no más de ahí.