empezó haina a moler

"Nada humano me es ajeno"

Somos el resultado de una cadena de circunstancias que definen nuestra personalidad y, por ende, nuestro accionar.

Atender en consulta a personas con la mirada perdida, temerosas por sus actos delictivos o conductas autodestructivas, despierta cada día más empatía. Todos somos vulnerables y susceptibles ante la adversidad. Sin embargo, solemos olvidar nuestra humanidad y, con facilidad, recurrimos al juicio.

Juzgar, lanzar la piedra y esconder la mano es lo más simple. Pero cuando nos vemos arrastrados por la destrucción, no por voluntad propia, sino por circunstancias, también somos objeto de juicio, incluso de parte de nosotros mismos. Entonces surge la culpa, un sentimiento lacerante, muchas veces reforzado por normas culturales.

Una plegaria de los pueblos indígenas de América dice: “Gran Dios, no permitas que juzgue a mi prójimo sin haber recorrido antes con él una milla en sus mocasines.”

Cuando un paciente te mira a los ojos y dice: “Necesito ayuda”, puedo asegurar que ponerse en su lugar cambia todo. A veces, es mejor no conocer el delito, pues condiciona nuestra mirada profesional. Son ellos mismos quienes nos recuerdan que trabajamos por vocación, no por salario.

¿Quiénes somos para juzgar? Ni siquiera Jesucristo lo hizo. Al contrario, aceptó a todos por igual. Entonces, ¿Quién soy yo para juzgar?

Si el amor guiara nuestra mirada hacia el prójimo, viéndolo como un igual, como un ser completo, comprenderíamos más y ayudaríamos mejor, sin estigmas.

“No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.” (Marcos 2:17)

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