ENFOQUE | Internacional
Con su guerra comercial, Trump no hará a Estados Unidos ‘grande de nuevo’
El presidente Donald Trump aplazó la polémica subida de los aranceles a las importaciones de numerosos países, pero al mismo tiempo elevó el arancel a los productos de China hasta el 125 por ciento.
Con la guerra comercial que ha iniciado, y otras medidas como la concesión de la residencia estadounidense a multimillonarios, con el propósito de aumentar la inversión en Estados Unidos, Trump pretende regresar a un pasado que se esfumó hace tiempo.
En la década de 1990, con la globalización impulsada por las ideas neoliberales en boga, muchas empresas estadounidenses –y de otras naciones desarrolladas– trasladaron su actividad a países donde el costo de la mano de obra era muy inferior.
Una gran cantidad de fábricas de Estados Unidos, por ejemplo, se movieron a México y Centroamérica, y luego a China y a países como Vietnam y Bangladesh, donde el costo de producción era aún menor que al sur del río Grande. De una pujante economía industrial, Estados Unidos pasó a ser una economía basada fundamentalmente en el sector financiero y en el de los servicios. La actividad industrial cedió su puesto a la actividad especulativa.
Fui testigo de ese fenómeno. Cuando me mudé a Miami, la cercana ciudad de Hialeah era la sede de numerosas fábricas que daban trabajo a muchos residentes, la mayoría de origen cubano. Las “factorías” de Hialeah –así llamadas porque en inglés fábrica se dice “factory”– eran famosas en toda la región y más allá. Sus obreros estaban lejos de vivir en el lujo, pero sí podían pagar el alquiler de una vivienda o hasta comprar una casa o un apartamento en la ciudad industrial, tenían automóvil y disfrutaban de un nivel de vida aceptable.
Hoy, de esa legión de fábricas no queda una. La globalización las trasladó más allá de las fronteras, a Centroamérica o al otro lado del océano Pacífico, y ahora Hialeah depende del sector de los servicios y es al mismo tiempo la base de empresas de transporte de carga en camiones, que han convertido el tráfico vehicular de la ciudad en una pesadilla.
Un fenómeno similar sucedió en otras zonas de Estados Unidos, como el Rust Belt (el Cinturón de Óxido), una vasta región al sur de los Grandes Lagos, tradicionalmente industrial, que sufrió un marcado declive a fines del siglo pasado, con el cierre de muchas fábricas debido a la globalización.
Trump quiere hacer a Estados Unidos “grande de nuevo” trayendo de vuelta las empresas que se marcharon del país en busca de costos menores para su actividad, y de esa manera generando empleos. Quiere fomentar la inversión extranjera otorgando la residencia permanente en Estados Unidos a los que compren una tarjeta dorada por cinco millones de dólares. La tarjeta lleva grabado el rostro de Trump, en una concesión al narcisismo.
Pero es una vana ilusión. Las empresas estadounidenses que trasladaron su producción a China y al Sur Global no querrán regresar, sencillamente porque afrontarían costos mucho más elevados en Estados Unidos, donde tendrían que pagar salarios más altos a sus empleados. Y los perjudicados por la guerra comercial de Trump contra el mundo serán los propios consumidores estadounidenses, quienes sufrirán una subida de precios –un alza incosteable para muchos– en tiendas, supermercados, concesionarios de automóviles y otros negocios.
Presionado por intereses empresariales que se oponen a su inusitada política comercial, Trump probablemente termine cediendo y postergando la imposición de aranceles, aunque, fiel a su carácter pendenciero, los seguirá blandiendo como una espada de Damocles contra los que no se alineen con los intereses estadounidenses, es decir, con los intereses del uno por ciento más acaudalado de la población. Un ejemplo: el secretario del Tesoro, Scott Bessent, acaba de reprender al gobierno de España por su postura de acercamiento comercial con China. Bessent dijo que ese acercamiento sería como “cortarse la garganta”, usando un lenguaje agresivo, acorde con la arrogancia imperial con que su jefe trata al resto del orbe.
Pero Trump no logrará su sueño de regresar a un pasado idílico que, en realidad, nunca existió. No lo conseguirá con sus absurdas medidas comerciales o con sus amenazas bélicas. Tampoco con sus crueles órdenes de deportación de inmigrantes indocumentados, no solo de inmigrantes que acaban de cruzar la frontera, sino de algunos que llevan años y hasta décadas viviendo, trabajando y pagando impuestos en la nación. Con su actitud de confrontación, Trump no hará a Estados Unidos “grande de nuevo”. Lo hará, quizá, más aislado que nunca.