CIUDADANA-MENTE
Semana Santa: Un viaje interior que todos necesitamos
Reflexiones desde la fe y la actualidad para una sociedad más humana y cercana a Dios.
La Semana Santa no es solo una tradición cristiana o un feriado religioso: es una oportunidad. Una pausa necesaria en medio del ruido, las rutinas y las urgencias de la vida. Una invitación directa —y muchas veces ignorada— a detenernos y mirar hacia dentro.
Cada día de esta semana tiene un mensaje profundo que, si lo escuchamos con el corazón abierto, puede transformarnos.
El Lunes Santo nos habla de la limpieza del templo, y es quizás el día que más nos urge en este momento como país. Vivimos rodeados de injusticias, corrupción y desorden. Pero ¿y nuestro propio templo interior? ¿No es hora también de limpiarlo, de sacar lo que no edifica, de poner en orden lo que hemos dejado caer?
El Martes Santo, marcado por la traición de Judas y la negación de Pedro, nos enfrenta al dolor más íntimo: la traición de los cercanos. Y también nos recuerda que todos, en algún momento, hemos fallado. “El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41). El problema no es la caída, sino quedarnos en el suelo sin buscar redención.
El Miércoles Santo es un día de silencio y espera. Una especie de bisagra entre lo que fue y lo que vendrá. A veces, callar y observar también es necesario. En un mundo que opina sin pensar, el silencio puede ser un acto de sabiduría.
El Jueves Santo nos entrega una lección de humildad y servicio. Jesús lavando los pies a sus discípulos nos reta a mirar a los demás con compasión. ¿Podremos algún día construir una sociedad donde servir no sea sinónimo de debilidad, sino de grandeza?
El Viernes Santo es el día del dolor. El de la cruz. Y este año, ese dolor no es solo simbólico. Está vivo en las familias dominicanas que lloran por la tragedia del Jet Set. La pérdida repentina, la ausencia inexplicable, la herida que deja la muerte cuando llega sin aviso. A ellas, todo nuestro amor, oración y solidaridad. “Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón, y salva a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18). Pero también nuestro compromiso como sociedad de no volver la vista y seguir como si nada.
El Sábado Santo, en su aparente vacío, es un día de esperanza contenida. De duelo, sí, pero también de fe. De creer que después del dolor puede haber resurrección. Que después del caos puede llegar la paz. Que después del derrumbe —del alma o de un techo— aún es posible reconstruir.
Y llega el Domingo de Resurrección. La luz que vence a la oscuridad. El comienzo, no el final. El recordatorio de que la vida vence, de que Dios no abandona, de que siempre hay una nueva oportunidad. “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).
Esta Semana Santa, más que rituales, necesitamos una revolución del espíritu. Un viaje interior. Cada quien sabe qué debe entregarle a Dios: una herida, un miedo, una culpa, un rencor, una mentira, un apego.
Es tiempo de limpiar el templo.
De mirar hacia arriba.
De vivir con el alma despierta.
“Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10).