PUNTO DE MIRA
Los padres huérfanos no tienen nombre
La prima noche del domingo 15 de febrero de 1970 estaba en el parque Duarte. Desde la torre de control del aeropuerto Punta Caucedo un vecino del barrio informó a su familia que un avión de CDA (Compañía Dominicana de Aviación) había caído al mar. Enseguida crucé mi casa y llamé al jefe de redacción del Listín Diario.
Ignoraba si ya la noticia información había llegado al periódico por eso llamé a Milcíades Ubiera, quien me preguntó si tenía más datos, perplejo me escuchó decir que era cuanto sabía y me pidió que fuera al diario que estaba en la calle 19 de Marzo, cerca de mi casa. De noche y en domingo casi toda la plantilla se había marchado. El desconcierto inundaba la redacción por la infausta noticia.
El vuelo había partido hacia Puerto Rico aproximadamente a las 6:30 de la tarde. A pocos minutos el avión jet se precipitó al mar por fallos en sus motores. La nave tenía apenas un mes de vuelo y era tripulado por dos pilotos cubanos, tres asistentes de vuelo y 102 pasajeros. Entre ellos los ocupantes estaban una hija, la esposa y una hermana el general Antonio Imbert Barreras, el campeón mundial de boxeo, Teo Cruz su esposa y un hijo y el equipo de volibol femenino de Puerto Rico, menos una que no pudo viajar.
Al otro día, lunes se hizo una base de operaciones desde el Club Náutico, cámara en mano me integré al rescate soñando encontrar sobrevivientes en un silencioso ambiente donde la garúa salitrosa de las olas disimulaba las lágrimas ante el dantesco paisaje de desnudos cuerpos mutilados flotando con el fúnebre baile de las olas...
Y ahora esta tragedia. Otro Jet golpea mi memoria en una noche cargada de cuerpos lisiados. El pasado se hizo presente (y no obstante tantos muertos vistos en mi agitada vida personal y profesional, que habían secado las lágrimas haciéndome invulnerable al dolor) las lágrimas no cesan.
Siento el dolor de mi hija Paula Virginia que mantiene su pena sin sepultura tres años después de haber perdido un hijo; veo a Josefina viuda de Almeida ahogarse en el llanto por un hijo muerto hace par de semanas, siento como mío el dolor de Tontoni Najri, de Eduardo Estrella, de Cinthia Nadal, Manuel Alejandro Grullón, de Melba Segura viuda Grullón Espaillat, de los deudos de Rubby Pérez, de mis amigos de Haina y de tantas familias, ricas y pobres unidas por el luto. La pena traspasa la riqueza y la fama.
Pienso en la oscuridad de esa noche donde quizá algunos gemían heridos por la saeta de hormigón que sesgó sus sueños, y sepultados por los escombros sentían llegar la muerte y pensaban en sus amores que no volverían a ver, dejarían huérfanos, viudas y viudos, padres dependientes y dejaban inconclusos planes y deseos. Pienso en los rescatistas de las víctimas del derrumbe de la discoteca, la misma estirpe de gente que vi recoger mis compañeros muertos y heridos en la Guerra de Abril, y otras tragedias, son los buenos de corazón, los solidarios, son ese ejemplo de todos los tiempos
En tanto puedo restañar mis lagrimas también pienso que los padres que pierden hijos no tienen nombre. Hay títulos para todo: héroes y víctimas, hay viudas y huérfanos, pero no los hay para los padres enlutecidos. Es que no hay forma de nombrar a esos padres: perder un hijo no tiene nombre.