Corazón de reina
La palma real tiene cintura… y corona aunque usted no lo crea. Pero, si a estos atributos le sumamos la melena –que ya se la envidiaría cualquiera—agitada por el viento y sacudida como la pollina de una adolescente, tendríamos que concluir, que también tiene corazón, porque corazón, necesariamente tiene todo ser que conjugue: cintura, melena, “derriere”… y corona.

Palma real.
Las piernas largas les dan ese plante elegante que las exalta para que retocen con su amante el viento, que es capaz de asirlas por el talle de mujer. Presto a desvestirlas, pacientemente, en rito infinito de baile de velos naturales, que se deslizan yagua a yagua, penca a penca. Liturgia de todos los días oficiada por los elementos. Ceremonia que da paso a la vida en brotes y renuevos.
Son coquetas las palmas reales, con su flequillo tierno y enhiesto; rebrote claro y de luz en la gradación del verde. Y diría Lorca: “Verde que te quiero verde. Verde viento.” Y ya, por fin sabemos, de dónde sacó Tongolele su mechón de contraste en el rizo de la frente, y que perdió a tantos hijos de Adán en el Caribe.
Pero si nos preguntaran qué las distingue, tendríamos que afirmar que también son humildes, porque aún siendo más altas los puercos comen de ellas; sin embargo, a pesar de ser tan mansas y generosas, no puede uno descuidarse con ellas, porque de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán.
Aparte de los yaguazos que entonces se impartían a modo de instrumento para el castigo oportuno, frente a las desobediencias de otrora; pero que, no pasaban de ser en el fondo advertencias sonoras, parecidas a las que se hacen cuando se busca un perro con cencerro.
El Corán alude al nacimiento de Jesús cobijado junto a la Virgen bajo una palmera que ofreció frutos y sombra para sustentar la primogenitura del Niño Dios y la trascendente maternidad de María, protegiendo al León de Judá de las inclemencias del desierto y de la ingratitud de los hombres.
Nos refiere el Libro de los Jueces (4-5), por otra parte, que Débora, la Jueza de Israel, impartía justicia y dictaba sus sentencias debajo de una palmera (la palmera de Débora), de penacho insigne y que apunta el firmamento. Entonces comprendí, que por su rectitud, no habría lugar más propicio a tales fines judiciales; y, porque además, las palmas orientan las centellas, administrando los designios y la ira del cielo.
En el corazón de la Bandera dominicana—que es el Escudo Nacional—flanquea, por un lado, un ramo de palma anunciando Libertad, junto al laurel, del otro lado, que proclama necesariamente la Victoria. Y juntos hacen el marco del cuadrilongo en armas como señal de Soberanía y Dignidad. Además, como si fuera poco, enmarcan el Libro de los Evangelios y la cruz.
Al inicio de la Semana Santa, ellas ofrecen todos los años lo mejor de sus rizos de cabellera de reina, para que la comunidad cristiana celebre el Domingo de Ramos. Un memorial divino que rememora la entrada de Jesús a Jerusalén, montado en un pollino de asna sin estrenar, preludio de su martirio para dar la vida por sus amigos.
Entre petacas de yaguacil zangoloteadas a lomos de burros cargados al límite; y, receptáculo de andullos de tabaco amarrados con cabuya, flores melíferas y frutos dulces. La vida útil de las palmas ha bendecido durante muchos siglos a la República Dominicana.
Nos parece que los palmerales han definido gran parte de nuestra dominicanidad. Es que, ¿habrá algo más dominicano que una raspadura de dulce de leche envuelta en yagua? ¿o, aquella “yagüita”, que sirvió en nuestros años juveniles para deslizarnos por una ladera de barranca que nos hacía invencibles
Sus maderas sirvieron para construir en Baní, la casa techada en cana, donde nació el “General en Jefe del Ejército Libertador de Cuba”, Máximo Gómez, el dominicano que firmó el Manifiesto de Montecristi con el apóstol de la Independencia cubana José Martí, en 1895.
Barbarito Diez, el afamado intérprete de danzones habanero, inmortalizó “Bajo un palmar”, que fue realmente el soporte romántico de los sueños amorosos de más de una generación y que fue grabada además, por numerosos intérpretes, de letra evocadora que dice así: “Era en una playa de mi tierra tan querida a la orilla del mar… era que ahí estaba celebrándose una gira debajo de un palmar… ”
Pacientemente, las palmas se dejan coronar de espinas por los nidos de la “Cigua Palmera”, única en el mundo y endémica de la Isla de Santo Domingo, entronizando la estirpe de nuestra Ave Nacional dominicana. En nicho ecológico que es a su vez refugio escarpado.
Es que, como afirma Shakespeare, Enrique IV: “Inquieta yace la cabeza que lleva una corona.”
Por otra parte, son las palmas la rascadera natural de las ciguapas, porque desde su verticalidad las consuelan en el misterio del extravío de sus pies invertidos… que cuando andan parece que desandan. Y, afirman algunos entendidos, que una que otra ciguapa ha sido vista anidada con gran pudibundez al pie de un tronco de palmera. Anidada en los rastrojos de un plumón de ramos y yaguacil.
Muchos extraviados no hacen más que agredirlas al no poder trepar su verticalidad; sin entender, este signo orante de estar siempre apuntando al cielo. Aunque a ellas las parta un rayo.
¡Ojalá un día! Despierten los dominicanos… y adviertan, que cada vez que se derriba una palma real para extraerle el brote del palmito, en realidad mutilan una dama. ¡Desguazan una reina, para comerle el corazón!