Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

Enfoques

Embajador en tiempo de guerra

Era una mañana lluviosa del 28 de agosto de 2003 cuando el tren, un EuroCity de alta velocidad, se preparaba para partir de la estación Hauptbahnhof en Berlín. El reloj marcaba las 5:15 a.m., y yo, embajador dominicano en Alemania, me encontraba en la cúspide de una travesía cargada de incertidumbre y responsabilidad. La guerra de Irak había estallado unos meses antes, y la República Dominicana, aliada de Estados Unidos, había decidido enviar tropas para la reconstrucción de un país desgarrado por el conflicto. En ese instante, el destino de muchos estaba en juego, y mi papel, aunque distante, era crucial.

Las instrucciones que había recibido llegaron con la meticulosidad que caracteriza a la diplomacia. Cada paso debía ser calculado, cada movimiento, discreto. La Embajada Dominicana en Berlín, ubicada en el corazón de Potsdamer Platz, se erguía como un refugio seguro en medio de la tormenta. Sin embargo, el mundo exterior estaba lleno de sombras y sospechas; la alta población de iraquíes en la ciudad exigía extremar las medidas de seguridad.

Mientras me preparaba para el viaje, las historias de espías y secretos de la Guerra Fría resonaban en mi mente. En las tertulias de diplomáticos, el espionaje en Europa siempre era un tema recurrente. Vestido con un traje gris oscuro y una corbata gris, intentaba proyectar una imagen monocromática y pasar desapercibido, aunque las preocupaciones del personal de la embajada eran palpables; eran conscientes de los riesgos que implica la intervención de un país en una guerra.

Con un portafolio en mano, subí al tren, sintiendo el pulso de la máquina al iniciar su recorrido. La velocidad del tren, que alcanzaba las 124 mph, era un recordatorio constante de que el tiempo no se detiene, incluso cuando el mundo parece tambalear. A medida que el paisaje se desdibujaba a través de la ventana, una tensión sutil se apoderó de mí. La lluvia repiqueteaba en las ventanas, creando una sinfonía melancólica que acompañaba mis pensamientos.

Fue en ese vagón de primera clase donde la vida me mostró su lado más intrigante. A solo dos butacas de distancia, una mujer cautivadora, con cabellos casi blancos y ojos de un verde penetrante, conversaba con un hombre que parecía ser el epítome de la diplomacia, con una chaqueta a cuadros que parecía contar historias en cada hilo. Su risa resonaba suavemente, pero yo permanecía en silencio, atrapado en una burbuja de introspección. Las historias de espionaje y las tensiones de la guerra fría en los países del Este de Europa, formaban un telón de fondo constante en mi mente.

Las horas pasaron como un susurro, y cuando llegamos a Varsovia, la mujer y su compañero se levantaron con una prisa inusual, como si un reloj invisible les apremiara. Mi corazón latía con fuerza mientras los observaba desvanecerse entre la multitud. Sabía que mi misión era clara: reunirme con los diplomáticos que me esperaban en la estación.

El encuentro fue breve; me condujeron hacia la reunión de presentación de los embajadores de los países participantes. En Varsovia se encontraba el Comando Conjunto de los Aliados, en una cena organizada por la cancillería polaca. El hombre que había viajado conmigo se presentó como Gabino, un diplomático judío que me saludó con familiaridad.

La mujer, a quien llamaban Simone, resultó ser húngara y trabajaba para el gobierno alemán. En un momento de franqueza, Gabino me confesó: “Embajador, hemos cuidado de usted a la distancia”, revelándome que había seguido mis pasos durante toda la guerra desde que la República Dominicana envió sus tropas a Irak.

Su voz, impregnada de un acento español, resonaba en mi mente mientras reflexionaba sobre el delicado entramado de peligros y secretos que definían nuestras vidas en tiempos de guerra. Así, en aquel viaje, entre el murmullo del tren y el eco de las conversaciones diplomáticas, comprendí que, a pesar de la distancia y la incertidumbre, la guerra es intrigante. Los actores vinculados al conflicto hacen grandes esfuerzos por difundir sus verdades y crear lealtades entre los aliados; los secretos de lo tratado en cada encuentro o reunión son códigos inviolables.

La humanidad siempre aspira a transitar hacia la paz, un camino difícil de conectar cuando los intereses se entrelazan con el patriotismo de los países en conflicto. Ser embajador en tiempos de guerra, incluso a distancia del escenario de confrontación, conlleva estrés y riesgos. Pero también ofrece una perspectiva única sobre el delicado equilibrio entre la diplomacia y el rol de los diplomáticos, la discreción de lo tratado forma parte de una memoria olvidada por el código del silencio.

Libro en proceso: “Memoria del último embajador en Bonn”

Tags relacionados