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OTEANDO

El censor obliterado

Era un hombre de apariencia feliz, no tenía religión, pero le gustaba decir que era católico. Creía en Dios, pero de fe escasa, beneficiario de supuestos favores divinos, pero de parvo testimonio. Como todos, tenía dos caras, la pública y la privada, algo así como la doble vida que muchos acusan y ninguno admite. Se definía como un fardo de experiencias y, siempre que le daban la noticia del fallecimiento de alguien exclamaba !qué afortunado! Como si hubiera llegado al convencimiento de que ciertamente el difunto había pasado a “mejor vida”, cuestión deducida acaso de lo azarosa que consideraba la suya.

Oraba antes de levantarse y también al acostarse. Sus plegarias eran una especie de efectiva fórmula de autoengaño con las cuales jugaba a sentirse excusado de lo inexcusable. Una forma de “fabricar” una paz a expensas de su propio artilugio practicado en la antesala del sueño, único espacio en que la conciencia le daba alguna tregua, pues, sus días eran infernales: la vigilia dejaba entrar la razón, y esta, a los tormentos nacidos de los errores. Por eso, amaba las noches igual que un vampiro, aunque con fines distintos, este para extraer sangre y aquél para exilarse del universo de las culpas.

Había oído que los asesinos avezados en su oficio solo habían sentido el freno de los escrúpulos ante su primer muerto y que, de ahí en adelante, los demás “trabajos” eran como pan comido, y hasta se convertían en necesaria tarea que colmaba de excitación la existencia. Pero, en su caso, esto no pareció haber obrado de tal manera. Mientras pensó que nadie sabía de su “otra vida”, es verdad que le atormentaba su obediencia a los instintos nocivos, pero aún así, no se podía resistir a ellos; mas, cuando por primera vez advirtió que alguien había tomado conocimiento de su ruindad, empezó a sentir el horror ante su posible divulgación.

Ya no se sintió más a recaudo del juicio ajeno. Fue como si se viera paseando desnudo por la avenida más concurrida ante la asombrada mirada de cada transeúnte. Después de haberse considerado menos que un desecho viviente, se apoderó de él un vasto sentido de la alteridad, y entonces pensó: “Incluso de toda mi podrida existencia, he podido extraer algo bueno, la aleccionadora obliteración de mi calidad para censurar acciones humanas, por haber llegado, yo mismo, hasta el fondo de las bajezas, y todo sin haber podido evitarlo”.

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