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La praxis política: construcción de consenso vs déficits de gobernabilidad

Ante la persistente situación mundial de crisis arrastradas desde 1998 y encumbradas a niveles dramáticos por la guerra comercial USA-China, la pandemia de la Covid-19 y la guerra ruso-ucraniana, los postulados de la doctrina política sobre el consenso democrático adquieren relevancia inusitada, especialmente en las naciones cuyas economías han resultado más afectadas por las causas descritas, afectación expresada en la persistencia de unos niveles deplorables de gobernabilidad verificables en los resultados de las convocatorias en torno a los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Tal estado de situación gravita sobre la lucha por el poder como acción para mantenerlo o quistarlo, localmente todavía velada por razones jurídicas y obvias. Esta teoría de la construcción de consenso se articula entre y ante actores distintos, constituyendo —y avisando ya— la instrumentalización del paradigma democrático como modo de satisfacer por la vía blanda las graves falencias acumuladas efecto de esas crisis.

Al igual que ocurre con los conocidos resultados de todo tipo de instrumentación de conceptos —incluyendo el de la democracia— la pregunta que surge es si es lícito esperar que el consenso sea asumido —en relación a un enfoque estratégico superior— exclusivamente desde el punto de vista logístico en vez de su dimensión política ideal de la homogeneización social y política de los ciudadanos.

El utilitarismo de los paradigmas de las Ciencias Políticas

En el plano puramente filosófico otra interrogante es lícita: ¿es posible derivar en práctico un concepto; hacerlo utilitario a unos fines declarados, simulados o supuestos?

La tecnología ofrece, al respecto de esta sozobra, la respuesta más pragmática que es posible esperar. Sus productos son derivativos utilitarios con fines funcionales de saberes sistematizados por las ciencias, dejando entrever que todo saber producido en el ámbito científico y todo paradigma —incluso los filosóficos y sociológicos— pueden tener y de hecho tienen, en las sociedades humanas, el destino de utilidad. Son, por consiguiente, los abordajes utópicos o idealizados de la política, los responsables de moldear ámbitos reñidos con la experiencia, especialmente aquellos que desvinculan la praxis política del utilitarismo político, esto es que desvinculan los supuestos de los fines mediatos y últimos.

Desde otra óptica, relativa a los fines del Poder, toda instrumentalización se asume desde la perspectiva de aquella bondad referida por Georg Henrick von Wingh como “bondad instrumental” porque cosa —o idea— subsumida bajo tal percepción o idea adquiere importancia funcional garantista de unos fines a los que sirve —o es capaz de servir— eficientemente.

No es la Ética, por tanto, y mucho menos la ética de las doctrinas o de las convicciones, de las ciencias o los saberes, el referente de valor de las instrumentalizaciones. Tampoco de sus utilidades. Sí, el sujeto de la acción y los fines: estos atribuyen sentido y calidad de valor a la utilidad derivada de las instrumentalizaciones. Descubrimos, entonces, un denso corpus teórico ético en torno a la instrumentalización. De hecho, lo existente en la naturaleza y en la sociedad han sido instrumentalizados por el Ser y las civilizaciones a lo largo de la Historia, al punto que el sujeto y el ámbito cultural que ha formado —entendido este como “universo simbólico” desde la perspectiva de Ernst Kasirer—, tienen como fin desencadenar un resultado “efector” sobre o ante sus estímulos, biológicos, químicos, físicos, geográficos, atmosféricos o sociales. En fin: salvajes o culturizados. La acción y la reacción deben tener —porque tiene— un destino cifrado en un propósito.

Desde la óptica política, del Poder, los conceptos teóricos de la “razón utilitaria” referidos a la obtención de un “quantum de felicidad social” superior surgida del grado de “verdad política” colectiva están subordinados al sentido de la praxis política como acción de conquista, obtención y preservación del poder.

“Razón utilitaria” y ética política

Si la democracia ha demostrado algo es que la denominada “razón utilitarista” referida a ese bienestar colectivo mayoritario derivado de la “verdad política” está dejando de ser un aspecto integrante del utilitarismo político a causa de la atomización social que sobre incide sobre los colectivos. Desde la perspectiva reversa, la razón utilitarista es, o podría ser, un enfoque ético de la gestión del Estado, es decir de su administración, un factor posible a alcanzar como posterioridad al desencadenamiento del utilitarismo político.

En la costumbre de teorizar sobre este aspecto y generalizarlo, se puede caer en el desliz de atribuir deber o función éticas a la acción política cuando esta modalidad de praxis humana está profundamente sumergida en la aeticidad porque la lucha por la obtención de niveles de poder o conquista del Poder total, como guerra militar o electoral, no tiene ni acepta más límites que los del poder poseído y los recursos (tácticos) que sus contendores puedan acumular, organizar y echar a andar con eficiencia para lograr estos fines. El ejemplo al respecto de formas dramáticas y trágicas de obtención del poder lo ilustra sobradamente la guerra ruso-ucraniana que atestiguamos hoy. La otra, la de lucha de socio narrativas sobre la conveniencia social de las propuestas —“verdad política”— es la que discurre en las sociedades democráticas, incluyendo la nuestra.

La aeticidad de la política es un recurso valioso en los escenarios de esta competencia y para los actores que en ella participan. El supuesto del marqués de Condocet sobre unos motivos del “homo suffragans” relativos a la búsqueda de la verdad colectiva como acicates de la acción sufragista choca de frente, en las sociedades en vías de desarrollo subsumidas en las precitadas crisis, con la búsqueda de oportunidad, esto es el ejercicio de la acción política desde las perspectivas económico-sociales de la autorrealización individual, esto es desde el enfoque de una hiperbolizada racionalidad económico-política.

Se verifica una fuerte tendencia a licuar esta realidad, estimulando esa “conciencia política” capaz de desembocar (reacción “efectora”) en el sufragio, activando una enardecida socionarrativa modelada bajo el ejercicio de la ética de la convicción: una que ha perdido vínculos sociales, su calidad de espacio social compartido, para devenir habitación exclusiva de la individualidad que individualmente participa como actor de base o protagonista en el proceso política o en su otro extremo, como sufragista.

Ante esta disyuntiva entre ideal político y praxis política la instrumentalización subyacente en la ética de la convicción se esfuerza en construir utilidades dirigidas a licuar esta antítesis.

La gobernabilidad, tabula rasa del consenso

Es una función obligada, articulable en dos ámbitos: a) la gestión y contra gestión del poder y b) el discurso apologético y crítico, al originarse, naturalmente, en dos bandos contrincantes ya que en la democracia no hay más que dos contendientes: políticos que detentan y persiguen mantener el poder y políticos que lo buscan, luchando por obtenerlo.

Por esa causa, el discurso se pronuncia y dicta como apología y crítica de la acción política pública exponiendo socionarrativas que la enfrentan al ideal social —“verdades políticas”— vigente. Asumiendo tal función de cara o cruz, la acción política se verifica como gestión política del Estado enfrentada al ideal de Estado social.

En consecuencia, en tanto los gobernantes tienen como su mayor ventaja la gestión pública para construir la verdad política requerida que desempeñará función efectora sobre los “suffragans”, la oposición cuenta con la “verdad política” validada en la percepción y psicología sociales para impulsar sus baterías logísticas.

Esto plantea el mayor de los retos, especialmente en tiempos tan interconectados y de tanta información y desinformación: la gobernabilidad vs la historia; el resultado actual vs las experiencias anteriores. El estado de situación actual vs el esperado o anhelado, este último en sus dimensiones colectivas y ríspidamente individuales.

Es en torno a lo cual se produce el gran debate democrático, en cuya raíz late, como ideal social, el efector sufragista de la verdad política; esa búsqueda de verdad colectiva entendida como beneficio social que, sin embargo, cada quien desea como exclusivo y propio.

El estado de situación social medido como gobernabilidad positiva o negativa adquiere, en este espacio de antinomias enardecientes, carácter de recurso táctico importante: tanto para el sostenimiento del poder del Estado o para argumentar la necesidad de conquistarlo, al validar o inhabilitar el sentido de eficiencia de la praxis política y la gestión del Estado, construyendo o de construyendo el sentido de “razón utilitaria” y afectando —consecuentemente— las posibilidades del consenso que puedan resultar de la valoración social de una determinada “verdad política”.

Los niveles de gobernabilidad, en consecuencia, determinan las posibilidades de lograr los dos consensos: el amplio, relativo a la “verdad política” y el intrínsecamente político, referido a las interrelaciones de los actores políticos. Es, por tanto, el territorio definitivo de la batalla democrática. Un elemento difícil de instrumentalizar desde las socionarrativas y la ética de la convicción por su carácter existencial, cotidiano y fuertemente empírico.

Previsibilidad y consenso

Sobrevalorar la utilidad de otros supuestos y socionarrativas, de la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad no siempre fomenta el consenso con las estructuras sociales basales. Aunque parezcan garantizarlo los discursos, por más determinantes que puedan parecer en un momento o coyuntura. Apelar a tales socionarrativas puede crear grandes riesgos al sostenimiento del poder a la vez que oportunidades para su conquista.

La razón podría estar en que los paradigmas de las ciencias políticas clásicas han venido a caer abrumadoramente bajo el influjo del racionalismo individual y colectivo, reduciendo utilidad teórica y operativa de aquel postulado del marqués de Condocet sobre la denominada “razón epistémica” porque ya pocos electores y actores políticos se equivocan al ejercer el sufragio o establecer alianzas y consensos ya que su razón para hacerlo no está en la verdad colectiva (“verdad política”) sino en la verdad del individuo —su exclusivo beneficio—, una que en su consciencia ha devenido innegociable y absoluta, estableciéndose como el territorio real y activo del consenso.

Sólo la factualidad ríspida que determina los resultados del sufragio puede revertir los efectos perniciosos y no esperados derivados del consenso cifrado con o entre actores ausentes o debilitados en el espacio de la “verdad política”.

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