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OTEANDO

A mi querido empacador

Franki es haitiano. Hace mucho tiempo que vive aquí. Tiene muchas destrezas: lava carros, poda césped, limpia patios, pinta casas, bota basura, hace mandados, friega, hace el mejor locrio de arenque, es cristiano y afirma tener “el don de la sanación” (ora siempre por mí). En mis noches de soledad, aquí en la capital, he sentido la calidez de su humana presencia hecha manifiesta en la esperanzadora frase “Dios es grande”. En Haití tiene dos hijos, aquí tres. Dice que no puede evitar los hijos por ningún método anticonceptivo porque Dios castiga eso. Gana doce mil pesos y se le ocurrió, con ese salario, traer su esposa e hijos a vivir en uno de esos barrios donde la marginalidad convierte en fortaleza la cotidianidad de las “no personas”.

La estancia de Franki en territorio dominicano es “regular”. Tiene su permiso de la Dirección General de Migración para trabajar aquí, pero, con frecuencia, debo ir a un cuartel a demostrar su estatus legal. Me lo entregan; sin embargo, a los pocos días dos policías lo esperan frente al edificio donde trabaja para detenerlo y convertir en negocio la desgracia de existir, dejándolo en libertad por unos cien pesos. De tal manera desacreditan esos malvados la intención del presidente de ordenar el caos inmigratorio. Con todo, Franki sigue ahí, dándose a los demás y peleando por sobrevivir.

Del general Héctor Julio Guzmán recibí la anécdota de Charles Plump, piloto de combate norteamericano en la guerra de Vietnam, quien, después que su avión fuera impactado por el fuego enemigo, se lanzó en paracaídas. Duró seis años como prisionero de guerra y, una vez liberado, regresó a Estados Unidos dedicándose a dar conferencias sobre sus experiencias. Encontrándose en un restaurant, se le acercó un señor y le preguntó si era Charles Plumb; después de contestar afirmativamente, preguntó a su interlocutor de dónde lo conocía, a lo que este contestó: “yo era el que empacaba los paracaídas”. Plumb se llenó de regocijo y expresó su gratitud al ser que le había salvado la vida y cuya existencia siempre le fue poco menos que indiferente. Desde entonces comienza sus conferencias con la interrogante ¿quién empaca tu paracaídas? En esta navidad quiero dedicar mi gratitud sincera a Franki, por haber empacado, por mucho tiempo, con un amor casi filial el paracaídas contribuyente de mis mejores logros; y con él, a Yahaira, Chabel y Massiel. Los quiero. Dios les bendiga siempre.

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