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Oda a un grande

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Juan F. Puello HerreraSanto Domingo

Cuando me enteré de la muerte del amigo Roosevelt Comarazamy, percibí que la mejor forma de despedirlo de esta vida temporal era asumiendo lo que fue su pasión, el uso adecuado y preciso del lenguaje en todas sus manifestaciones, no solo deportiva. Desde esa perspectiva, digamos, que la vida de Roosevelt fue una especie de “lirismo y sensibilidad que trasciende y eleva, ya que en cada una de sus actuaciones lo alentaba lo nuclear de la vida diaria”, viendo al trasluz la riqueza que ofrece nuestra existencia cuando se vive desde una considerable altura intelectual. Merced a esta capacidad de trascendencia, sus intervenciones revelaban la esencia de la vida prolifera que tuvo en cada reto que asumió en las lides del deporte, visto como el arte de la transfiguración de la realidad, en una metamorfosis que no altera las esencias de las cosas, sino que las pone a plena luz. Para Roosevelt, la función esencial del lenguaje se sumergía en una trama de interrelaciones creadoras de lazos entrañables, por esto, se dice, que sólo es “auténtico el lenguaje que crea vínculos fecundos, abre horizontes de vida en plenitud, expresa el gozo de vivir que surge en todo encuentro verdadero”.

Quizá sólo es en los momentos difíciles que la verdadera amistad se forja y se aprecia por lo que es: “Un amigo fiel es un escudo poderoso, el que lo encuentra halla un tesoro. Un amigo fiel no se paga con nada, no hay precio para él”. Se nos va un grande, pero queda en cada uno de nosotros el grato recuerdo del amigo fiel.

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