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Desde el gran José Martí al Morrobel enfant terrible de estos días

Dos autores marcaron a los jóvenes de nuestra generación espacio-temporal, una aclaración necesaria pues no incluye a los relativamente coetáneos que pululaban como virtud los “Rosy’s” de la Ciudad Colonial ni los burdeles, pretendiendo transformar el tigueraje en “bohemia” artística “afrancesada”, celebrando su superioridad pequeña-burguesa —declarada en poesías y narrativas— sobre las pieles de las desafortunadas campesinas y marginadas devenidas en prostitutas.

Los nombres de esos dos autores nuestras mocedades los escucharon en las conversaciones entre amigos. Finalmente los recibieron como ráfaga enamorada desde el territorio de la cultura: José Martí y Pablo Neruda.

“Los conocieron” —tan personalmente como es posible entender a los artistas y escritores a través de sus obras y libros— una tarde de 1974. Quizás en los pasillos del edificio de Bellas Artes, adonde por aquellos días el gobierno del doctor Balaguer acogía la Feria del Libro hasta que se construyó la Plaza de la Cultura Juan Pablo Duarte. Desde entonces les ha sido imposible olvidar el olor a papel deshaciéndose y mojado que sobre aquel ambiente marmóreo y luminoso imprimían tantos libros, expuestos sobre mesas; un tufillo que instigaba a pensarlos y a recibirlos con el respeto con que se tocan los fetiches adorables, los recuerdos preciados y los tesoros frágiles. El estudiantado de entonces creía en la importancia del saber y de las artes; en tal grado que quienes no formaban parte de esos cosmos expresivos manifestaban hacia ellos respeto y admiración, actitudes y valores en extinción a causa de la desestructuración cultural-educativa de las personas provocada por su pérdida de vigencia, valor y estima en las perspectivas sociales y las políticas públicas.

Al segundo de estos autores, en una librería de la zona Colonial: La Trinitaria. A través de una edición alargada, de la Editorial Losada (1969), “Residencia en la tierra”, conservada por años y cuya magia era arrastrar a sus lectores hacia una iridiscente constelación poética sin que pudieran evitarlo en algún modo.

Hoy nos referiremos al primero.

De José Martí, bastaba recibir su advertencia sobre el conchoprimismo de esa abyecta mentalidad subdesarrollada latinoamericana para quedar conquistado por las visiones e ideales de democracia radical y justiciera del autor. Desde que se establecía contacto con él, se podía empezar a pisar sobre el mundo tratando de evitar ser de algún modo ese “aldeano vanidoso” que tanto parentesco estructural mantenía con su antecesor Sancho, a quien no importaban las ideas y propósitos que motivaban las andanzas de El Quijote, menos los destinos que para la dignidad humana, el pensar, el sentir y los gobiernos prefiguraban, acompañando a El Quijano sólo tras la esperanza de obtener “una ínsula” y constituirse en rey de un patrimonio público inmerecido, él y los como él que nada eran y siempre serían nada.

Es que para aquella juventud hambrienta de nuevos tiempos e idilios sociales era imposible escapar a ese tiro a quemarropa que desde el inicio de su “Nuestra América” José Martí disparó con tan inaudita certeza.

“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea —dijo—, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal”.

La cultura funda ideas tan grandiosas que es imposible predecir a dónde irán a florecer, o en cuál circunstancia podrían corporizar —como efecto mariposa— las consecuencias de los imaginarios, doctrinas, paradigmas y artefactos que los poderosos creyeron olvidados e inútiles.

Años después —por ejemplo—, la audiencia nacional se divertiría con las “paradas” de un espécimen sociológico imaginario que —quizás sin proponérselo— Freddy Beras Goico creó tal vez partiendo del arquetipo martiano, haciéndolo encarnar el canibalismo político antillano en una potentísima versión insular: Morrobel.

Desde los textos de Martí era imposible no comprender que el objeto de las personas con vocación política socialmente justificable y válida es “saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos”.

Desde la suerte de Juan Pablo Duarte era posible prever el resultado que en un entorno político de tanta enajenación humana y de tantos cometas engullendo mundos podían esperar los políticos socialmente comprometidos en la República Dominicana.

Sin embargo, si en sus andanzas El Quijote dejó claro algo es lo que Martí resumió, apodíctico: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”.

Y que para vencer los retos, las unidades se tornan necesarias: “Los que enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chicha, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos”.

Nuestras mocedades vivía el tiempo de buscar y recibir enseñanzas valiosas, de esas que el tiempo no erosionaría, que creaban “riquezas en el cielo”, pues “las tentaciones”, los retos y las oportunidades siempre estarían al doblar las esquinas de la vida e, imprevisiblemente, la cultura estaría ahí, por siempre, acompañándolas como tesoro y anaquel de recursos, activa; acreditada como fuente por excelencia para otear las esperanzas desde los sueños y hacerla realidad en la labor y en la vigilia. Como soporte inalienable de las decisiones y actitudes dignas. Esto es como la zapata de las auto-soberanías.

En la fase martiana “No hay proa que taje una nube de ideas” se constituye la vitalidad y vigencia de los intelectuales y los artistas y, desde estos, de la cultura. Esa que imagina y corporiza, desde los territorios del alma, el destino y las formas óptimas de nuestras naciones. De tal modo, “La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir los pueblos originales, de composición singular y violenta con leyes heredadas” y las conductas y los actos impropios, injustos, obsoletos e ineficientes.

Las naciones serán regeneradas desde la re-educación y la re-cultura.

El axioma es simple: en tanto la política divide y humilla, la cultura dignifica y une.

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