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Empirismo y corrupción de la cultura e identidad dominicanas

Continuar con el discurso sobre la identidad y la cultura dominicanas obliga a sumariar y poner en abismo la —al menos— biportabilidad y bidireccionalidad de los fenómenos históricos.

En la conformación del perfil cultural de las naciones, ellas desempeñan roles propiciador y causal; de causa y efecto, simultáneamente. Todo momento histórico es punto de llegada y partida y, escasamente, un final. Las sociedades desembocan en ellos después de recorridos previos, extensos o intensos, de larga data o a causa de ebulliciones de sedimentos que terminan petrificando. Jamás, sin embargo, como eclosión inmediata. Es por esto que, cuando estalló la Proclama del Capotillo en 1863 fue a causa de un conjunto previo de agregados identitarios de tipo nacionalistas e, ideológicamente, republicanos, que luego de ovar vinieron a florecer en ese lugar, población y momento para, desde estos, empezar a re-petrificarse en esa formación lítica permanentemente moldeable de la Historia y las sociedades. De aquí que la Proclama de Capotillo sea expresión de una identidad ya irrevocablemente asumida como propia al punto y grado de rechazar cualquier mediatización u obstrucción a su expresión política en el Estado bajo la forma de república independiente.

Existe, en esta perspectiva, un abordaje poco ortodoxo del hecho identitario y de su condición de factor nutriente de la formación de los estados, ya que los postula como fuente “nutricia” principal. Es, podría decirse, cuando adquiere la cualidad de identidad consciente: asumida como ideario e ideología; meta a perseguir y postulado filosófico (ontológico-gnoseológico-ético), incidente sobre una probable Estética de la personalidad. De aquí su incidencia determinante en el ensamblaje, arquitectura y modelado psicológico del Ser; específicamente, del “Ser Nacional”, una condición infra ontológica.

La Historia, irrigada por el devenir humano activo en el tiempo, pese a su recio carácter objetivo, no es tal de modo absoluto. Es impensable y no verificable al margen de su formulación desde la subjetividad colectivizada, un constructo de concienciación formado mediante la interacción de los individuos con el medio ambiente, entre ellos y las instituciones a través del tiempo y ante determinadas circunstancia, en una perspectiva de rentabilidad: autorrealización individual y colectiva. Al menos teóricamente. Esos postulados identitarios adquieren, por eso, particularidad a causa del conjunto de factores interactivos y de las necesidades que asumen, incluyendo, en el plano social, la de destino: lugar aspirado en la Historia y entre los colectivos “otros” humanos.

Estos postulados son eficientes y rentables cuando los conglomerados humanos más o menos organizados en entidades de acción los asumen como propios; un proceso cualificador cuyas sola existencia revela su existencia previa, su rol pre-condicionante y a la vez condicionado, pues lo inexistente no es asumible ni lo existente, invariante. También los elementos “efectores” y distintivos de esa identidad. Al Proclamar la Independencia Dominicana de España en El Capotillo, en 1863, el conglomerado acompañante de Santiago Rodríguez se declaraba colectivo nacional, conglomerado homogéneo, una descripción política que entroncaba vocación política tendente a actuar sobre el Estado y particularidad grupal basada en la identidad asumida: la dominicanidad.

Es cierto que el proceso de la proclamación (1844) y recuperación (1863-65) de la nacionalidad dominicana carece de documentos que ilustren la existencia de debates sobre las formas políticas del Estado, revelando que el empirismo político se sobrepuso al proceso y fue dominante en él o que el secretismo de las sociedades y agrupaciones políticas independentistas y restauradoras no se caracterizaron por elaborar un doctrinario, indicando una fuerte debilidad de las cimientes éticas-políticas y jurídicas en el Estado en formación. Una carencia vinculable al grado educativo y de instrucción de los nacionales de entonces, sus actores protagonistas. Es por lo cual, los líderes del movimiento restaurador, aún teniendo un fuerte compromiso con la independencia y a la dominicanidad, no ratifican igual apego al Estado Republicano ni a las normas de la democracia, la civilidad y la justicia, lo cual dará al traste con los objetivos de fortalecer el parque funcional del gobierno mediante las instituciones del Estado.

Este carácter del dominicano, de la identidad, hasta entonces reacio a ser gobernado y sujetarse al imperio de la Ley, excepto a la suya propia, es otro factor que pasa a particularizar y a caracterizar nuestra historia posterior a la Proclama de la Palo Hincado de 1844, y que cobra fuerza una vez instalada la Primera Junta Gubernativa, continuando su desarrollo a través del tiempo hasta bien avanzado el siglo XX, constituyéndose en una fuente de conflictos entre el Estado y los ciudadanos que, en aspectos nodales, continúa manifestándose hoy.

La erosión de este factor, mediante la hipérbole del ejercicio de la función esencial del Estado —la exclusividad de la represión y la instrucción— durante los primeros momentos de la Junta Gubernativa, los gobiernos restauradores y el trujillismo —al inicio no dictatorial— permite afirmar como verificada la fuerte capacidad del Estado para nutrir y modelar la identidad nacional y de la identidad nacional para modelar el Estado. Estos momentos y el caudillismo que les sucedió, en el objetivo político de aferrarse al Poder, se constituyeron en fuentes corruptoras de la identidad nacional, auspiciando —mediante el uso extendido e intenso de la coerción— procesos de condicionamiento sociales operante cuyo objetivo era el modelado social de los ciudadanos bajo esquema de servidumbre, beocia y la crueldad, instituyéndolas como formas válidas de conducta pública y rasgos refulgentes de la personalidad.

De manera que la identidad y la cultura son, a la vez, causa y efecto del Estado: un Jano con una puerta de ingreso (modulación histórica) y otra de salida (normativa, proactiva).

Comprender esta dialéctica y las interrelaciones entre la Historia, la cultura y la identidad sobre el Estado —y, recíprocamente, del Estado sobre aquellas— permite activar el sector cultural y al Estado como fuentes mutuamente nutricias, altamente contributivas entre sí, a favor de robustecidas vitalidades y validaciones funcionales y colectivas.

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