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Luperón y Maceo: Centauros de las antillas

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Jorge R. Zorrilla OzunaSanto Domingo

El año de 1880 estuvo lleno de acontecimientos importantes para la República Dominicana y para las Antillas. En nuestro país se desarrollaba una intensa confrontación entre los elementos entreguistas que se mantenían maniobrando para hacer triunfar sus intereses, y los partidarios de la soberanía y la independencia nacional sin mediaciones ni protectorados. Luperón llegaría a la presidencia de la república apoyado por una mayoría de seguidores y militantes del Partido Azul. La ciudad de Puerto Plata sería convertida de hecho en capital de la república, desde donde Luperón trazaba la línea que debía seguir el gabinete de gobierno asentado en Santo Domingo.

Haití se debatía entre los seguidores y detractores del presidente Salomón, con sus consiguientes revueltas y conspiraciones. Puerto Rico mantenía latente su espíritu independentista a pesar de la mano de hierro con la que España sostenía las cadenas que aprisionaban a la Antilla esclava y rebelde.

En Cuba, el espíritu sembrado por la Guerra de los Diez Años, recién concluida en 1878 con la firma del Pacto del Zanjón había tenido una nueva clarinada en la Protesta de Baraguá protagonizada por el Mayor General Antonio Maceo y Grajales, nacido el 14 de junio de 1845 en Santiago de Cuba, nieto de dominicanos y uno de los líderes principales que se habían formado durante aquella campaña larga y cruenta. Las bases mezquinas del pacto de paz habían obligado a la mejor parte de los patriotas de aquella Antilla hermana a lanzarse de nuevo a la manigua en busca de los mismos objetivos por los que habían luchado a brazo partido contra el ejército español durante esa década heroica: la independencia de la isla y la abolición de la esclavitud. A esta continuación de la Guerra Grande, como se le conoce a aquella contienda, se le ha llamado la Guerra Chiquita, por la brevedad de su duración. En este contexto llega el general Antonio Maceo al territorio nacional dominicano, por Puerto Plata, buscando el apoyo del general Gregorio Luperón, reconocido y entusiasta admirador de la lucha por la independencia de Cuba y Puerto Rico.

Pero antes de llegar a Luperón, Maceo había pasado por Haití, con el propósito de recabar para su causa la ayuda del presidente Salomón, pues pensaba Maceo que siendo negro, él sería bien acogido por la máxima autoridad de aquella república fundada por la rebelión de los esclavos negros. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, el presidente haitiano conspiró contra el general cubano para entregarlo a las autoridades españolas que habían apostado un vapor de guerra en Puerto Príncipe para darle caza al líder independentista, vivo o muerto. Los políticos peninsulares pensaban que si lograban impedir que Maceo llegara a Cuba la nueva guerra fracasaría. Y casi logran su objetivo, pues solo gracias a un aviso de último momento se pudo impedir que el general mambí acudiera a una cita engañosa a orillas de la playa para una presunta entrega de armas y municiones que él había negociado. Avisado de esta encerrona, Maceo decide cruzar la frontera dominicana a caballo, pero apenas salió de la capital haitiana fue emboscado y su guía asesinado por el echo casual de haber cambiado de cabalgadura antes de emprender la marcha.

Logró regresar a Puerto Príncipe y hacer la denuncia del traicionero atentado. La opinión pública exasperada, defendió al cubano y condenó la intentona. En medio del escándalo político, Maceo logra escapar en bote a Saint Thomas y de ahí se embarca junto a su hermano Marcos hacia Puerto Plata, donde sería recibido con entusiasmo por la patriótica comunidad cubana asentada en aquella ciudad y también por muchos admiradores dominicanos, entre ellos el propio Luperón.

El cónsul español en aquella ciudad, señor Bermúdez, se presenta ante Luperón demandando la entrega del revolucionario cubano bajo la premisa de que atentaba contra la autoridad de la Corona Española. Luperón lo recibió con cortesía y firmeza. Se negó a entregar a Maceo pues, consideraba que éste se había acogido al sagrado derecho de asilo que ofrecía la Constitución Dominicana y él no violaría las leyes de su país. Varias veces se entrevistó el diplomático español con el líder restaurador; ofreció otorgarle reconocimientos, beneficios pecuniarios y hasta entregarle a sus enemigos políticos: Báez y los Guillermo, todos asilados en Puerto Rico, a cambio de que le entregara al Titán de Bronce. Luperón se negó siempre con la delicadeza de las formas y la fortaleza de carácter que siempre tuvo aquella personalidad de acero.

Un vapor de guerra español es enviado a Puerto Plata para presionar al gobierno dominicano y vigilar a los cubanos. Una nueva conspiración criminal es descubierta pocos días después. Maceo se había hospedado en la casa puertoplateña del coronel cubano Fernando Figueredo Socarrás, quien había sido secretario personal del presidente Carlos Manuel de Céspedes, padre de la patria cubana. En esta casa, que todavía está en pie en aquella ciudad Novia del Atlántico, conoció el batallador cubano a la dominicana María Filomena Martínez, hermosa hija de Santiago de los Caballeros, que militaba en el Partido Azul y era reconocida por su valentía y espíritu decidido. Le apodaban La Generala. Surge entre ellos un romance que trasciende su privacidad. Aprovechando este hecho, el cónsul español envía a un testaferro a sobornar a la dominicana a cambio de que citara al militar cubano en un lugar de la playa donde sería apresado o asesinado y llevado al navío de guerra español anclado en el puerto. María Filomena no cede al soborno. Al contrario, denuncia el hecho ante las autoridades y el conspirador español es apresado y llevado a juicio. Nada pudo hacer el cónsul Bermúdez para sacar de prisión a su testaferro, por órdenes de Luperón y para proteger a Maceo, se le trasladó de residencia a la casa del propio general Luperón, donde sería atendido por su familia y custodiado por su guardia.

Desde allí el cubano pudo realizar de manera encubierta varias actividades conspirativas en favor de la lucha por la independencia de Cuba hasta salir hacia aquel destino, protegido siempre por la fraternidad del bravo dominicano que no solo supo empuñar la espada de la justicia en defensa de su patria, sino que siempre estuvo dispuesto a apoyar y a proteger a sus hermanos antillanos.

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