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OTEANDO

Un mundo de caramelo

Todos los días, a eso de las tres de la tarde, toca la puerta de mi ha­bitación –don­de la espero– para empezar un juego nuevo. Su imagina­ción para buscarme la ocu­pación cotidiana es muy vas­ta. Un día debo ser alumno, otro, profesor. Un día soy mé­dico, otro, paciente. Y así, re­pasamos múltiples roles en el agotamiento de un tiem­po religioso que nos prodi­ga satisfacciones recíprocas con efectos distintos: ella col­ma su infantil fantasía de un universo mágico, pero ca­da vez distinto, irrepetible, y yo, avanzo un paso más en la pretensión de ganar un espa­cio especial en su memoria de mañana.

Sin embargo, hoy no es igual que ayer –al menos pa­ra mí–, hoy sufro la partida de su tío Jorge Marte, quien, sin pedir permiso, se ausentó de nuestras vidas, dejándonos el amargo sabor de su irrepara­ble pérdida. Ella lo ignora. Por eso trae preconcebida la “fun­ción” del día. Hará de maestra coreógrafa. Sube a una otoma­na desde la que, con preten­dida vocación de tereminista, agita sus manos, segura de que cada movimiento suyo lo repli­caré con absoluta limpieza y exacta cadencia.

La canción que elige como fondo de nuestro imaginario espectáculo -que también can­ta- deviene tropo revelador de su propia e inadvertida inocen­cia; se titula “Mundo de cara­melo”, de Danna Paola: “Haz­me un mundo de caramelo/Llena el aire con algodón/ Que los dulces caigan del cielo/ Las estrellas piñatas son”. Mientras ella vive su insospechada can­didez, su “Mundo de carame­lo”, yo me desdoblo en la afa­nosa búsqueda de una fórmula que haga conciliables su ánimo y el mío.

Solo el tiempo, que todo po­ne en su debido lugar, logrará que mi nieta Ximena pueda to­mar conciencia de lo ocurrido a su querido tío Jorge y acomo­dar, en su particular ontología, las contradicciones de la vida y la inevitabilidad de la muer­te. Y acaso concluya que no solo se existe físicamente, que la existencia termina cuando el recuerdo acaba. Es verdad que parecen suspendidos, en una especie de éter, los mimos del tío Jorge, la inigualable dul­zura de sus formas, las tiernas canciones que cantó a Ximena y a su propia hija Camila. Pero no será para siempre. Vendrán por las noches, en la suave bri­sa que toque sus rostros, en el eco cierto de la memoria fiel; en el amor eterno que inspiran su paso por la tierra, su calidad de hijo, hermano, padre y es­poso abnegado.

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