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OTEANDO

La muerte, urna de la nada

Dicen que “no hay noche sin luna ni sábado sin sol”. Pero el sábado al que me referiré quedó tatuado en mi memoria con un sentido de penumbra invencible, un inde­seado episodio de mi vida en el que la impotencia se adueñó de toda la atmósfera para ense­ñarnos, a mis compañeros de la Z 101 y a mí, que los huma­nos no disponemos del mun­do, que es él quien nos modela y nos empuja cruelmente hacia la finitud.

Me había retardado en lle­gar al programa “El gobier­no del sábado”, que producen los propietarios de la indicada emisora y que, para entonces, dirigía el maestro Willy Rodrí­guez. El aire respirado pesaba como plomo y Dios había di­bujado en el cielo una miríada de pequeñísimas nubes blan­cas. A la entrada de la emiso­ra encontré a Cándido Simón, mostrando un angustiado ros­tro que me hizo preguntar­le ¿qué ocurre? Con audible añusgo contestó “Darío Yunes se ha desmayado, estoy espe­rando el 911”. Me apresuré a entrar al parqueo desde donde llamé a Willy Rodríguez, quien me puso al tanto de la situa­ción, concluyendo que solo es­peraban el 911. A seguidas ex­clamé ¡maestro, bájenme ese hombre ahora mismo, que yo lo transporto en mi vehículo! Como pudieron, nuestros com­pañeros bajaron tres pisos con nuestro hermano asido por las extremidades. Lo subimos al vehículo y subieron, además, Robinson Gálvez y Cándido Si­món. Aún recuerdo la angus­tia dibujada en el rostro de mis acompañantes. Es increíble có­mo el hombre se descubre in­defenso ante la incertidumbre; cómo la guadaña acechante nos vuelve tan buenos, tan hu­manos. Ese día, todos fuimos uno. Siete minutos fueron sie­te siglos para llegar a “Corazo­nes Unidos”. Luego, más minu­tos que fueron siglos. Me viro un poco y, parada en la esquina trasera del vehículo, veo a Ana Fulvia, eterna y fiel compañe­ra del enfermo, con su cara en­tristecida, adivinante de lo peor. Llegaron los hijos, y junto a ella, avanzaron a sala de emergen­cia. Luego de media hora, los rostros llorosos de hijos y espo­sa nos dijeron que lo peor había llegado. Darío Yunes, el hom­bre que vivió para el fomento de la cultura higueyana, quien desde la pobreza extrema as­cendió a la cúspide social y eco­nómica por méritos propios, excelente ingeniero y mejor amigo se había ido para siem­pre, dejándonos por todo in­ventario emocional la amarga reconfirmación de la sentencia de Heidegger de que “la muer­te es la urna de la nada”.

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