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Tiro de Gracia

Nuestro vino es agrio, pero es nuestro vino

De mi compatriota José Martí es la frase que tomé prestada para titular este artículo. La escribió en el exilio, como la mayoría de su prosa. La España de entonces lo desterró en plena adolescencia de la tierra que lo vio nacer, a la solo volvió escondido, como político oculto. En el recordado pensamiento, Martí reflexionaba sobre la importancia de admirar la identidad de una Cuba repleta de valores e intentos culturales de muchos de sus hijos.

Pero no vengo a hablar de Cuba, ni de Martí, ni de su exilio. Hoy refiero un encuentro singular, ocurrido en Santo Domingo, que me ha recordado la frase del escritor devenido en prócer.

Una sola vez estuve frente a Antonio Fernández Spencer. Primera y única vez. Cuando aquello era Director de la Biblioteca Nacional y yo un emigrante en busca de cualquier oficio para mi sustento y el de mi familia, entonces lejana.

El encuentro ocurrió en su oficina, un espacio lleno de libros valiosos, en desorden. No tuve cita previa. Él acostumbraba a recibir diversos visitantes, amigos y escritores.

Un periodista me puso frente a aquel hombre jovial quien, como gesto de amabilidad, me obsequió una antología recién publicada de su obra poética.

Era un tomo voluminoso recién salido de la imprenta. Lo abrí en una página cualquiera. No recuerdo el texto específico que mis ojos contemplaron entonces, pero sí mi reacción.

Por temor a equivocarme, abrí otra página al azar, y otra y otra más. En ellas leí versos cautivadores. “Usted es un gran poeta”, le dije.

Fernández Spencer sonrió ante mi halago. Pero su sonrisa fue mayor cuando conoció por qué hablaba de esa forma. “Cuando usted abre un libro como el suyo y lee una página sin premeditación y se encuentra con un poema revelador, vuelve a hacerlo en otras partes distintas para comprobar la certeza del criterio. Y en su caso, he abierto varios folios y me encontrado con la obra de un maestro que merece mi respeto”.

Sé que él hubiera preferido continuar aquella charla, o esperar mi visita otro día cualquiera, pero no ocurrió así. Mi amigo periodista, apremiado por el tiempo, debía un compromiso y partí con él. Nunca volví a verlo hasta años después, al recibir la noticia de su fallecimiento, ocurrida un día después de ser seleccionado por el jurado calificador como el Premio Nacional de Literatura.

Hoy, por una de esas casualidades que suceden cuando menos se les espera, llegó a mis manos el primer tomo de “Fragmentos de un Diario Neonato” (obra póstuma preparada en dos tomos por Cándido Gerón), integrado por sus columnas publicadas en el vespertino Última Hora.

Me atreví a abrir este tomo voluminoso de más de 600 páginas en un folio cualquiera, y allí se incluía un artículo de opinión que me hizo recordar mi reflexión anterior durante la única ocasión que pude intercambiar sonrisas y palabras con un auténtico poeta nacional. Y aquí lo reproduzco:

“El libro y el hombre El dominicano rico que no posee en su caso algún estante dedicado a los escritores nuestros, si no es enemigo de su patria, por lo menos demuestra que es indiferente a ella.

Quien no venera a los grandes hombres de su país no es un verdadero hijo del pueblo en que ha nacido.

El culto a Duarte -y a todos los patricios de nuestra historia- no debe ser solo en entusiasmo de un centenario, sino un culto de todos los días, en todos los años venideros de la patria.

Toda persona de inteligencia cultivada ama a los grandes escritores que producen las diversas literaturas del mundo; porque como hombre tiene una misión universal, pero quien no reconoce el esfuerzo de los escritores nativos (algunos ya verdaderamente grandes), demuestra que no ha entendido bien las obras de Joyce, Dostoievski o de Cervantes.

El conocimiento de las grandes obras literarias del pasado nos ayuda a colocar, en su verdadero puesto, a los nuevos autores”.

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