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En Salud, Arte y Sociedad

Siempre vi a doña Rosa en Hipólito

La partida de una persona de la talla de Rosa Gómez de Mejía consterna uno de los troncos familiares nacionales y a sus relacionados.

Con mayor pesar por su muerte repentina: por un infarto fulminante, durante sus labores en el Museo Trampolín, que fundó y gestionaba.

Las dimensiones social y política de doña Rosa contrarrestaban con su sutileza y humildad. Dama de buen porte, como se dice de las personas imposible de sacar de sus cabales de entereza. Desde que don Hipólito Mejía emergió candidato del PRD, a raíz de la muerte de nuestro venerando José Francisco Peña Gómez, observé que doña Rosa era su complemento. Cuando este líder —de los PRDistas, desde la muerte de Peña; de la oposición, a raíz de la convención de los sillazos y del PRM, desde 2014 y hasta el triunfo de Luis Abinader como candidato presidencial PRMista para las elecciones del 2020— decidió asumir unos discursos verbal y corporal de mayor sobriedad, pensé: Doña Rosa lo ha influido.

¿Lo habrá inspirado?, me pregunté.

En la intimidad de esposos, donde vida, ilusiones, retos y secretos se comparten, ¿doña Rosa influyó para que don Hipólito incorporase lo que sus encuestas sugerían como aristas de imagen a superar?

El gobierno del 2004 al 2012 lo hizo su adversario principal, dado el fuerte liderazgo carismático de don Hipólito. Lo desarrolló y sembró en las ansias nacionales de verdad; entre quienes reniegan falsedades, hipocresías sociales y boatos. Hipólito resultó invencible, imposible de desalojar de las preferencias: “¡Llegó Papá!”. Confío en quien dice “Pan al pan y al vino, vino”, escuché muchas veces. Él interactuaba con la gente, jocoso y revelador.

Hipólito era, desde antes, hechura de esa mujer-madre-esposa: Rosa Gómez de Mejía. Eficiente, enamorada, confabulada y fiel. Su celo organizativo del frente femenino familiar habrá que ponderarlo.

Quienes estábamos en las filas del PRD desde los años de Peña Gómez y sus maneras afables y gentiles, columbramos el potencial de Hipólito al ser bautizado: “El Guapo de Gurabo”. Poseedor de arraigadas convicciones social cristianas primero y social demócratas, después, asumió desde entonces todo lo que entendía necesario para el bienestar y desarrollo del país, la gente y de los agricultores.

Siempre “bien puesto” y algo casual. Pese a su accesibilidad y discurso chispeante. Asistía a actos privados y públicos revelando una huella evidente: la mano de Rosa Gómez de Mejía sobre sí, en su cuido y presencia. Una mujer dedicada a su familia y a él.

Una vez, tan planchada estaba su guayabera —como acostumbra— que pensé: Doña Rosa lo preparó: Espérate ahí, Hipólito, pudo decirle escaneándolo de cabeza a pies. Para luego consentir satisfecha.

A veces, discretamente, apreciaba su presencia: ahí, en Hipólito: a su lado y detrás. Generosa y admirada.

No sólo cubría esa retaguardia doméstica de tanto valor familiar y para formar los hijos; guardiana y escudo del mundo íntimo de Hipólito Mejía, el que habitaba, del que emanaba: ese espacio de florecido amor que saben construir las mejores esposas: compartiendo ideales de rectitud, verdad, dedicación e integridad.

Que descanse en paz.

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