Opinión

El dedo en el gatillo

En busca de mi madre

A veces me pregunto dónde está mamá. A qué lugar desconocido ha volado su alma inquieta y generosa. Dónde se esconde. Su retorno en carne y hueso ya no será posible porque sus cenizas descansan debajo de mi cama, en una pequeña caja de madera barnizada. Tengo miedo abrirla. A veces pienso que de su interior saldrá un hálito de amor que me devolverá a otro vientre que ella ha escogido entre tantos que hoy buscan alumbrar para un mundo inacabado. Pero no es ella. Los restos de mamá en forma de cenizas se mueven dentro de mi propia convincción y descansan debajo de mi cama como los juguetes que ella escondía allí mismo, el día de Reyes, en una Cuba que dejó de existir.

Ella no murió en Comala, ni tampoco tengo complejos de Pedro Páramo. Pero nunca dejo de preocuparme por su suerte.

Aún conservo sus fotos. Era hermosa, provinciana y pobre.

Parecía la reina de mis fiestas. Sabía vestir con elegancia, se peinaba los cabellos como el sol con los buenos sembradíos. Me sostenía con todas sus fuerzas porque siempre fui el protagonista de sus sueños. Me amó hasta en su lecho de muerte cuando no pude estar a su lado en su último suspiro para escuchar de sus propios labios que siempre fui un idiota y un desesperado.

También conservo sus papeles y documentos. Mis cartas llegaban a sus manos cuando lo daba todo por perdido.

Creo que no ha existido una madre mejor. Por eso temo abrir la caja de madera donde conservo sus cenizas. Fui su protegido. Muchas veces me rescató del ejército, de encrucijadas y errores a flor de piel. Cuando le leía mis escritos, sus ojos le brillaban, como si fuera la última ráfaga de luz que el destino iba a poner sobre sus ojos.

Nunca le hice caso. Si hubiera tenido el coraje de su altura tal vez habría llegado al fondo de la cueva donde se oculta su diamante mayor. Preferí caer sobre mi mismo.

Muchas veces llegaba a mi nuevo hogar con alimentos para mi familia en lugar de hacerlos suyos. En eso mi padre también supo guardar distancias. Amaba verla preparar piedras y polvo como manjares exquisitos, aunque para él solo quedaba el final de la cazuela. Nunca dejó de celebrar sus ocurrencias.

De él no guardo sus cenizas. Murió como un pez volador atrapado por una gaviota hambrienta. No sé donde están sus restos, y también lo busco con urgencia. Quisiera aferrarlo a mi razón de ser cuando estoy a punto de partir hacia un lugar desconocido.

Llevo años intentando reconstruir a mis progenitores, pero no hago más que ver sus fotos en blanco y negro, borrosas, sonrientes, con momentos dispersos de un tiempo donde creí en una ingenuidad salvadora.

Hoy, mis padres no aparecen, ni tampoco mis abuelos y tíos. Estoy a punto de mentir para encontrarlos porque sé que andan escondidos en algún lugar del tiempo, y volverán, tal vez conmigo a cuestas, para advertirme que otra piel pudiera crecer en vez de las suyas, o la mía.

Serían felices de saber que mis hijos han valido la pena. Que se han multiplicado y les hablan de un mundo distinto, cuando todo parecía nacer del cielo despejado. Quedarían complacidos al verlos andar sin temor a pedregales, con los ojos fijos en la vida y la recompensa de andar por caminos despejados de hojarazca. Seguiré buscando el trasfondo de mis padres. Deambularé, aunque sin la fuerza de antes, por los rumbos advertidos porque la noche gime después del atardecer y su luz se pierde cuando menos lo imagino. Y vuelvo con la esperanza bendada en busca de un nuevo amanecer para descubrir las pocas pistas que tengo.

Mi madre me advirtió su eterna compañía. Nunca me dejaría solo. Siempre creeré en su palabra. No será un dictado profético, pero la forma en que parecía mirarme cuando ya no podía más consigo misma me alertó de una señal. Buscar a mamá me hace muy feliz. Y puede que la encuentre dentro de mí mismo antes de que caiga junto a ella dentro de la pequeña caja de madera que conservo debajo de mi cama.

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