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MIRANDO POR EL RETROVISOR

Atreverse a susurrar el error

Jesucristo tuvo diversos encuentros –algunos incluso muy tirantes y conflictivos- con funcionarios y personalidades de la élite que cuestionaban su interpretación de las normas de la llamada Torá o libro de la ley de los judíos.

Uno fue con Nicodemo, un rico fariseo con una envidiable formación, popularidad, prestigio y liderazgo entre los judíos de su época.

Nicodemo, según narra el evangelio de Juan capítulo 3, llega ante Jesús para elogiarlo por sus impresionantes milagros.

Sin embargo, en lugar de imbuirse de orgullo por la alabanza, Jesucristo le deja una inquietante reflexión sobre su accionar libre hasta ese momento de cuestionamientos: “Se necesita nacer de nuevo para ver el reino de Dios”.

Pienso que debió ser muy chocante para un hombre como Nicodemo, a quien nadie cuestionaba por su condición de hombre culto e influyente, que este hombre hijo de un carpintero se atreviera a señalarle una falta.

Ese episodio narrado por el evangelista Juan, uno entre muchos que tuvo Jesucristo con personajes influyentes de la época, retrata una realidad muy común en el ejercicio del poder a cualquier nivel.

Jefes de Estado, millonarios, destacados empresarios, artistas de fama mundial, populares atletas, líderes religiosos, son convertidos por adláteres y admiradores en deidades infalibles que nunca se equivocan y, por tanto, casi nadie osa tan siquiera susurrarle sus errores.

Acostumbrados a tan solo escuchar elogios de manera permanente, no tienen la más mínima oportunidad de detectar sus faltas hasta que la cruda realidad les da en la cara con la pérdida del poder que ejercieron rodeados de loas y apoyos incondicionales.

Confiados de que su accionar es correcto y henchidos de la permanente apología, no pueden autoevaluarse para darle cabida a propuestas acertadas –aunque no sean suyas-, mejorar otras, rectificar errores y ejercer de manera certera su rol de servidores públicos sin atropellar a los gobernados y limitar sus derechos.

Sus actos de rendición de cuentas a la ciudadanía que los eligió son realizados desde escenarios donde no pueden ser cuestionados o rodeados de funcionarios y empleados de su administración sin otra opción que no sea el aplauso.

Suelen también acallar con el poder del dinero las voces disidentes y se agencian hasta en redes sociales el favor de “usuarios” que los colman de encomios por su “titánica” labor en beneficio de los intereses del pueblo.

Sin un Jesús que aunque sea les susurre sus faltas, permanecen como Nicodemo envueltos en esa aureola de popularidad, prestigio y autosuficiencia que acrecienta su ego.

Hasta que les llega ese pinchazo, explota la burbuja de poder y la oportunidad de renacer como gobernantes se esfuma irremediablemente.

Cualquier parecido con pasados, presentes y futuros mandatarios es pura coincidencia bíblica que mantiene su vigencia.

Ya lo dijo el propio Jesús en el evangelio, según Mateo 20:25: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad”.

Y Jesucristo no susurraba las faltas, las pronunciaba con entereza.

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