Opinión

El dedo en el gatillo

Pasaporte para el infierno

Ernesto Che Guevara recorrió América con su amigo y Alberto Granado. Viajó de la Patagonia al Río Bravo en motocicleta, sin pasaportes, ni visas. No pagó impuestos, ni tuvo que enfrentar el interrogatorio de un Oficial de Migración.

Cruzó de país en país como quien lo hace de semáforo en semáforo. Lo impulsó la curiosidad de su primera juventud, el ansia por saber la marca del tiempo, paisajes y problemas.

Ideología aparte, recomiendo el filme del oscarizado Walter Salles “Diario de Motocicleta” (2004, 125 minutos). No solo huele a aventura, sino a vida. Fue un episodio insólito, para muchos, hoy, una blasfemia. Su recuerdo vale la pena.

Ahora se acabó la aventura. Todos somos emigrantes y sin pasaporte visado, no se puede soñar despierto.

Desde que tuve uso de razón, me hicieron creer en el aire fantasmal del pasaporte.

Mi primer familiar osado por el documento fue mi tío Pancho. Lo obtuvo junto a su boleto al infierno. Era de color gris, estampado en cartulina, con su foto atornillada y un sello al costado del rostro. Al siguiente día, su nombre engrosó la lista negra de los desafectos al régimen y pasó algunas décadas viviendo del arte. Nunca más ejerció su oficio de contable.

Después, mi madre cumplió los requisitos y al final tuvo la misma suerte de su hermano. Sin embargo, la suerte la acompañó por salvarme la vida. Ocultó su rostro de bondad y devolvió el librito al Estado: Ella jamás iba a viajar y su integración al sistema lo hacía solo por mí y mis estudios.

En mis “dulces” 35 años, Noel Navarro me confirmó un viaje de intercambio cultural a la República de Bulgaria. Me tomaron una foto y una semana después me entregaron un documento gris para salir y entrar a Cuba, con una breve escala en Ganders, Canadá. Durante esa escala, entré en el baño acompañado por mis “cuidadores”. Dentro de aquel sanitario descubrí ventanas oriundas de las crudas nevadas del invierno gracias a sus cristales hechos mil pedazos.

-Fueron cubanos en busca de una “falsa libertad” -alguien sugirió.

Entregué mi pasaporte y, fuera de mis manos, quedó a “buen recaudo” hasta que alguien autorizó a cumplir un primer boleto a Santo Domingo por 45 días como comisario de una exposición.

A mi regreso a la UNEAC, me volvieron a “proteger” el documento. Recuerdo una alerta:

-¿Disfrutaste tu viaje? Esta será tu última salida de Cuba”.

En mi segundo viaje, me obligaron a renunciar para entregármelo. A mi regreso no tuve que entregar mi pasaporte a nadie porque no tenía a nadie a quien entregarlo.

Mi retorno definitivo a Quisqueya fue en el tercer viaje, por mi propio riesgo y dejando como retén a mi familia.

En 1998 un grupo de generosos amigos dominicanos residentes en los Estados Unidos me tramitó visa a Miami para presentar una antología de relatos. Ellos lo pagaron todo. Y mi regreso no fue color de rosa. Viajaba con documento cubano. Y las visas en esos casos son muy complicadas. Pasé algunas horas en el área de detención.

En 2008, mi amigo taiwanés, Tomás Chen, me preguntó si quería viajar a Taiwán. Durante el visado de tránsito cometí un lamentable error: Pedí una sola visa, en ese caso, de entrada a territorio norteamericano. Durante mi escala en Miami alguien me alertó, pero mi emoción logró traicionarme. Todo fue felicidad, pero al regreso, me encerraron en el famoso cuartico de “trámites especiales”. Carecía de permiso de salida. Después de varias horas de llamadas y papeleos, me embarcaron en un vuelo con el documento marcado y una planilla dirigida al Jefe de Visado de la Florida, con una denuncia en mi contra. Al llegar a esa ciudad y enfrentar la mirada de aquel señor vestido con el traje de los altos funcionarios aduanales, quedé atónito. El hombre rompió la planilla en mi cara y me dijo dos palabras en un idioma inglés que pude entender de inmediato:

-¡Go away!

Para renovar la visa de tránsito neoyorquina en mi primer viaje a la República de Corea, el cónsul norteamericano demoró el trámite. Me levantaron un expediente sobre mi salida anterior del territorio norteamericano, sin visa de retorno. Aparecieron manos amigas y lograron concederme un permiso de turista por diez años.

Mis rusticas visiones pasaporteñas retornaron durante mi primer viaje a Roma. Debí llegar con suficiente antelación a la boda de mi hija Roxana, pero un oficial de aduanas madrileño me detuvo cuando ya me creía dentro de la aerolínea azurra:

-Muéstreme la carta de invitación de su hija, notarizada.

Como ese documento me era ajeno, el hombre me integró a la fila de repatriados a Santo Domingo.

La suerte me acompañó una vez más cuando la oficial de deportaciones acogió mis ruegos: Aunque no tenía el documento, yo no pretendía entrar en Madrid, sino necesitaba una simple transferencia aérea en mi periplo a Roma. Perdí el vuelo. Llamé varias veces a mi hija desde España, pero ella nada pudo hacer. Sin la mano de aquella mujer ella se habría quedado sin papá en su día feliz. Llegué al aeropuerto de Fiumichino casi al amanecer del día de su casamiento.

No incluyo en mi listado de penurias otros detalles menores, pero siempre hay quien le busca la quinta pata al gato. Añoro aquellos tiempos cuando el Che Guevara viajaba en motocicleta de un Estado a otro con su amigo Alberto Granado, sin tantos protocolos. No eran tiempos de emigrantes, es cierto. Pero las fronteras eran mucho más benignas.

Tags relacionados