El dedo en el gatillo
Entre cines, internet y audiovisuales
Un día descubrí que el cine no era una pantalla grande, ni una sala oscura eterna. Comprendí que un día abriría sus puertas en forma de parqueo, discoteca o supermercado.
Fui un periodista afortunado. La radio, la televisión y la escritura me quedaron cortas. Mi tiempo supo moverse entre el ayer y la posmodernidad. Y conocí un matiz audiovisual. Vivía agazapado entre la palabra y las imágenes que cruzaban como fieras invisibles, pero el mundo era otro. Y traté de hacerlo mío.
No eran tiempos de soñar. Para mi generación, el futuro rondaba nichos de piedra y polvo en constante movimiento. No había espacio para entretener el pensamiento con otras estrategias. El día a día obligaba a convertir las manos en malas consejeras para emprender iniciativas sublimes.
Mi generación nunca imaginó que las películas se escaparan de las salas de exhibición dentro de un pequeño dispositivo para estamparse en pantallas pequeñas, como si fueran moléculas vivientes. Tampoco tenía sentido distraer la mente en la producción de espacios televisivos, noticiosos o musicales dentro de una pantalla diminuta.
Para los sempiternos hacedores de nostalgias era imposible pensar en periódicos sin tinta, en impresos digitales, consumidos por igual en grandes ciudades o en inhóspitos parajes.
Mi tiempo cambiaba las preguntas. Y las nuevas respuestas no siempre fueron correctas. En mi tiempo cabían utopías descabelladas y mentiras piadosas. Aprendimos a pensar por líderes de dudosa catadura moral, y el perdón tenía un costo que no todos estaban dispuestos a pagar. Éramos ingenuos, felices y dueños de un mundo con demasiados dueños. La identidad propia andaba al desgaire, y asumíamos la ajena. Abrimos los ojos con nieve en los cabellos y vestidos a la usanza. Las maquinillas obsoletas y un desgastado papel carbón eran la esperanza de un “futuro” a punto de desaparecer.
La gente nos miraba con signos de extrañeza. Las viejas utopías impidieron subir al carro que llegaba. Teníamos cupo, es cierto, pero le temimos al puerto de embarque: resentidos al fin, nos creímos el centro del mundo. El hombre es un retrato de su tiempo, aunque sigue siendo el hombre. Los de ayer son creyentes de noticias sobre papel que algún día serán arrastradas por la lluvia infinita.
Palabras como amor, patria y lealtad lucían comodines, pero el periodismo era otra cosa. Ya no bastaba escribir bien, sino escribir. La ética moderna no cree en discursos ni en resortes aleatorios. Se escapa de su urna de cristal y sale con el rostro verdadero.
Hoy la prensa, al igual que la radio, el cine y la televisión se entrecruza detrás de una pantalla. Para su consumo solo basta apretar un botón. Lo demás, es un entramado de recuerdos, camino de alta mar. Ayer eso era ardid y solo merecía miradas indiscretas y burlas a destiempo.
Mi generación dio paso a otra mucho más pendiente de la tecnología como forma de mejorar el futuro que nos cayó encima.
Mi experiencia audiovisual salió a la luz desde lo desconocido. Muchas veces entendí que el cine no era solo una pantalla, ni una sala oscura que un día abriría sus puertas como discoteca o supermercado.
Tampoco me senté deslumbrado ante la televisión, imaginando mi rostro empolvado, sentado en una butaca reclinable como Rey del escenario. Mucho menos un lector de noticias enfundado en cuello y corbata con el rostro sonriente y la mirada fija en una cámara que sacaba al aire el despojo humano que nunca quise ser.
Mi experiencia audiovisual fue premonitoria. Al igual sucedió con la escritura y la ferviente creencia de que no andaba por un camino verde. La llegada de la Internet no me sorprendió. Tampoco lo hizo su integración a medios y fuentes inventados dentro de una máquina capaz de enseñarme el universo tal y como es, con sus catástrofes, historias mal contadas y tipejos de poca monta surgidos de elecciones manipuladas por colores que saben prometer “buena vida”... solo prometer.
Los adivinos son seres irreales con las manos abiertas y extendidas para coger lo que cae. Pero hablando en plata, no son adivinos, sino criaturas vivarachas salidas a destiempo para hacernos la vida más vívida. Ellos nunca imaginaron la noticia multiplicada dentro de un simple aparato preparado con herramientas del saber nunca jamás imaginadas. Ellos pensaron ser eternos tal y como eran.