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El dedo en el gatillo

Periodistas para siempre

(Segunda parte)

Solo conozco dos formas de oler a pólvora: Vi­vir o preparar a los demás pa­ra la vida. Pertenezo a la segunda especie y no me arrepiento. Soy un escritor que de haber emigrado al Primer Mundo, o de haber inclinado la frente ante quien no debo, tal vez mi suerte literaria habría sido otra. Podría lucir premios y mi nombre, con valor de cambio, fuera diseñado en las grandes editoriales, la­tinas y europeas. Pero no fue así.

Cuando decidí un se­gundo matrimonio, llega­ron mis dos nuevos hijos: Mi obra literaria pasó a un segundo plano. Luché por ellos. Me preocupé por prepararlos, cultivar sus inteligencias respectivas y apostar mi pellejo para que nadie pudiera darles estocas por las espaldas. Hoy ya son ellos mismos: Tienen sus propias fami­lias y carreras. Son felices, en lo que cabe. Y yo más que ellos al verlos.

Al ejercer el periodismo desde diarios dominica­nos impresos, preferí la experiencia y la rebel­día juvenil.

Inauguré proyec­tos sin firmas sono­ras.Aquellas “fir­mitas” crecieron con el paso del tiempo: Muchas de ellas valen fuera del país.

Dediqué mi vida profe­sional a sostener la mano juvenil con la misma im­portancia que alguien en Cuba acogió la mía con más o menos la misma edad que ellos hoy. Los preparé sin obligarlos a decir que azul era verde o rojo o amarillo, No busqué lobos marinos. Tampo­co me entregué a cambio de sus aplausos. Les ense­ñé a pescar. El periodismo es un puente entre el lec­tor y los sucesos que ocu­rren. Mientras mejor se es­criba, mejor se entiende. Lo demás, podrá llegar o no. Lo importante es enfrentar una historia. Busqué el ries­go en aquella juventud, el li­derazgo como algo sagrado. Varios de esos grupos reco­rrieron provincias del Cibao liderando encuentros con jóvenes estudiantes locales: Hablaban el mismo idioma, sin tapujos, con libertad y desenfado. Radio Santa Ma­ría trasmitía en vivo aquellos encuentros gracias a su po­ten­cia radial y algunos perio­distas de Santiago de los Caballeros me auxiliaron sin temor a recorrer “ciertos te­mas prohibidas”.

Muchos de aquellos pa­santes traían sus propias for­mas de comunicar, ya bien en técnicas como la foto­grafía, la radio, la religión o el liderazgo comunitario. Nunca los limité. Por el con­trario, siempre aparecía la expe­rencia propia, sus nacientes habilida­des.

Los éxamenes de ad­misión en el Listín mu­chas veces fueron com­plicados. El estudiante de periodismo que aspiraba a una pasantía debía conocer la historia del medio al cuál se iba a vincular, la trayecto­ria de sus figuras históricas, y también sus esquemas de trabajo. Entre 2011 y 2018 continuó la fórmula de inte­grar a los pasantes por sec­ciones, escogiendo ellos mis­mos el sitio idóneo dentro de la empresa. Pero ya los jurados no fueron externos. Comprendí que nadie mejor para evaluar a aquellos jó­venes que los egresados de promociones anteriores. En esos tiempos, el Listín seño­reaba distintos cuerpos con el horario repartido entre mediodía, tarde y noche. Es­to no ocasionó tempores in­fundados. Todos portaban el tesoro mayor: Aprender y ser mejores. Y muchas veces sacrificaban sus clases uni­versitarias para cumplir en­cargos laborales. Les decía: “Un título colgado en la pa­red solo coge polvo. Gra­dúense primero en el Listín, después en la Universidad” Nunca aprobé pasantías pa­ra “soldaditos de plomo”.

Cuando el minubús (co­nocido con el simpático nombre de “guarandinga”) tomó otro rumbo, los via­jes prosiguieron, aunque en menor escala. Amigos solidarios como José Mi­guel Germán, César Arturo Abréu y José Hazim, entre otros, jamás permitieron que “los muchachos” deja­ran pasar la experiencia de conocer el país por falta de transporte y carencias. So­lo en años electorales, se olvidaron esos recorridos por razones obvias: No es­tábamos formando políti­cos, sino jóvenes con ca­beza propia, inmersos en una profesión indócil al poder.

Los viajes continuaron con limitaciones. Fue­ron desapareciendo para no sobrecargar a los promotores que trabajaban por noso­tros. Ellos buscaban presupuestos loca­les sin pedir nada a cambio.

Miguel Gómez fue un fotógrafo ejem­plar. Tuve la suerte de tra­bajar con él en mis prime­ros años del Listín. En un momento de su vida emi­gró a España y se abrió pa­so en un medio muy difí­cil. Hace unos años, visitó el país, y por supuesto, el periódico, donde siempre permanecen algunos de sus gratos recuerdos.

Una mañana, mientras andaba por los pasillos ex­ternos de la empresa, escu­ché una voz muy familiar: “Beiroooo, ¿todavía sigues en el Listín?.... ¡cuando te mueras, tu fantasma va a rondar por todo este edifi­cio!” Después de darle un fuerte abrazo, le respondí: “Tengo hijos, Miguel. Me siento útil. No vivo mi pro­pia vida”.

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