OTEANDO
El obligado amor de Plácida y Ruperto
Sentía hacia él una suerte de admiración de esas que reclama la gratitud, la gratitud nacida de una deuda muy especial, una de esas deudas que no se pueden confesar ni intentar pagar públicamente, porque lo dejan a uno mal parado en su propia estima y mucho peor en la ajena. Le agradecía haberse fijado en ella -aun fingidamente, una sola ocasión y por cumplido-, por saberse grotesca en su figura, incapaz de provocar la admiración física y mucho menos espiritual o psicológica de un hombre. Se reconocía insufrible en la intensidad de sus movimientos, lo intrigante de su mejor conversación, la ausencia de gracia de sus gestos, en fin, en esa particular excentricidad que le había acompañado desde siempre, siendo ella la única que no sabía (si bien sospechaba) de modo concluyente las razones de su compulsivo proceder y habiendo llegado a maldecir la hora de su nacimiento en sus tristes noches de retiro y soledad, en las que las cavilaciones se antojan del desvelo y lo persiguen de modo cruel hasta lograrlo, sin más resistencia, porque quien lo padece busca sin éxito la manera de vencerlo y termina abandonándose a él como el ratón desiste de intentar la huida ante la recurrente atrapada del gato en el jugueteo anunciante del seguro y funesto engullimiento.
De manera que para él en modo alguno aquella admiración podía interpretarse como enamoramiento, porque venía envuelta en la quididad de aquella pobre mujer y, por tanto, se hacía manifiesta con el desagradable sello personal que enturbiaba su amarga existencia, todo lo cual descartaba, en la más amplia extensión de la palabra, la posibilidad de que, aun bajo los efectos alucinantes de la mejor (o peor) bebida, se decidiera por un arriesgado lance, que con seguridad devendría natimuerto en el equivocado desenfreno.
Pero, como contra el destino no hay quien pueda, éste los unió tras el naufragio de una pequeña embarcación de turismo local en la que coincidieron. Las gélidas aguas los empujaron como únicos sobrevivientes hacia un promontorio insular deshabitado. La noche era oscura y el tiempo inclemente. Teniéndose solo el uno al otro sus cuerpos se buscaron instintivamente contra el frio y ocurrió el disfrute de lo inesperado, y la carne sirvió al verbo.
Al amanecer se vieron tímidamente, uno con vergüenza, y la otra, con la ineludible nostalgia que ya comenzaba para nunca más dejar de ser.