EL DEDO EN EL GATILLO
Confesiones En la catedral
Mi archivo de recuerdos no es la joya más importante. Cada ser humano es una historia llena de caminos, veredas, aguaceros y escampadas.
Dentro de dos días despediré, sin lágrimas, a mi hija, su esposo y mis nietas. Tal vez no las vuelva a ver, pero eso es lo de menos. Las amaré donde quiera que vayan; velaré por la felicidad y sé que me recordarán como el abuelo amatorio.
Mis últimas lágrimas sucedieron al morir mi padre, allá, en la lejana Cuba de 1998.
La noticia me hizo infeliz y su recuerdo presiona mi garganta y mis ojos se inflaman. Pero no lloro. Por eso evito el recuerdo de quien me enseñó a ser libre y respetó mis decisiones, buenas o no.
Después se me fue cayendo a pedazos la familia pero evité el llanto ante los augurios de la vida.
Dentro de dos días mi hija, su esposo y mis nietas se marchan a la Roma de hoy y mi sonrisa será la despedida. Están haciendo su propia vida. Aprenden a luchar, a salir adelante. Todos aman a mi hijo y a su familia y juntos, aquí y allá, conforman la esperanza de este corazón que dio y da la vida por ellos.
No son pocos mis amigos dentro Cuba. No digo sus nombres. No pretende consecuencias sobre ellos, ni a favor, ni en contra. Pero sí forman parte de mi historia aunque no lo parezca. Es cierto que casi toda mi generación tomó rumbo del exilio, o falleció. Y tambien es cierto que en República Dominicana he dado la mano a centenares de jóvenes que hoy son profesionales a capa y espada.
Pero eso no me quita el aire de cubano en la mitad de mi cuerpo.
Conversé recientemente sobre mis años cubanos. Narré mis memorias de una forma menos literaria, desde que conocí a Nicolás Guillén hasta el presente.
Mi interlocutor, otro cubano ilustrado e inteligente, supo leer detrás de mis palabras, y escuchó algunas confesiones nunca antes descritas con presición y lujo de detalles. Incluso, le informé mis deseos de escribir un libro sobre mis vivencias dentro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de las circunstancias que me llevaron a trabajar allí por espacio de diez años.
Cuando me tocan el tema, siempre digo que esos capítulos ya están incluidos de alguna forma en mis memorias, pero esta vez, mi hermano cubano escuchó añadidos inéditos. Pudo formarse un criterio bastante cercano a la personalidad de Nicolás Guillén y su protección a los escritores y artistas de valía.
También le hablé de su enfermedad, postrado en su casa y en un hospital donde su corazón perdió sus manecillas al notar la ausencia de una de sus piernas.
La UNEAC de entonces no es la de ahora, y si sobrevive, algún día habrá que incluirle algunas pinceladas del esfuerzo de Guillén por convertirla en una casa digna, donde intelectuales y empleados simples compartían sueños y labores.
Estas historias no son una excusa cubana, sino el preámbulo frente a uno de mis buenos compatriotas que no dejaba de mirarme.
Después, hablamos de mi salida de Cuba, la soledad durante cuatro años sin los míos, los abusos y atropellos contra mi esposa y cómo he tenido que adaptarme a la nueva configuración existencial.
No hablamos de insignificancias, pero sí le recordé las inútiles operaciones de glaucoma a Salvador Bueno, el Indio Naborí , mi progenitora y otros escritores cubanos que subieron al quirófano con la esperanza vendada y terminaron sin volver a leer la grafía de sus nombres.
No soy político. Ni lo seré. A veces se me va la lengua cuando veo a mi pueblo sufrir. Se me dobla la razón al recordar el filme de Martin Scorcese “The Irishman, y la doble golpiza que le propinó el personaje de Tony Pro (el enanito) a Jimmy Hoffa por recordarle, burlón, su condición de extranjero.
Pero de ahí a tomar criticidad política, va un buen trecho. Respeto el país que me ha acogido y a las gentes que aquí viven y piensan encontrar flores en el mar. Mi amigo cubano es un humanista en contacto con los más necesitados. Por eso quería conocer mi historia.
Cada ser cruza caminos, veredas, aguaceros y escampadas.
A un compatriota no le puden ocultar latidos, y le confesé una convicción: Si volviera a vivir, tal vez hubiera sido el mismo, siempre en bajo perfil, escribiendo poemas y narraciones, llevando a cuesta lo bueno y lo malo de las ideologías: Con mi cuerpo como escudo para defender a los míos.
Con un poco de más suerte, mis libros habrían cruzado el mar Caribe. Pero fue mejor así. Soy un simple mortal al que no le interesan los premios ni medallas. Si algo pudiera mejorar en mi otra vida sería darle la mano a más centenares de jóvenes dispuestos a no dejarse aplastar por cantos de sirena, siempre con la frente en alto y los ojos dispuestos a salvar.