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OTEANDO

Estado, política y perdón

Mi deseo al escribir es­te artículo fuera que en nuestro país estuvieran dadas las con­diciones para un gobierno de unidad nacional. Siempre ha gravitado sobre mi cabeza esa idea intocada por político algu­no (al menos con la conciencia plena de sus implicaciones). Ha sido repetida, sí, en una miríada de oportunidades por “líderes” y “políticos”, en un ejercicio va­no de aquello que pretenden es su profesión, pero no tan since­ramente como luce o tan inteli­gentemente como se espera.

Quizá nuestras demo­cracias liberales no ofrez­can una decidida vocación para tales propuestas, habi­da cuenta de que facilitan la alternancia periódica en el ejercicio del poder y, por en­de, sucede lo contrario que en las dictaduras y los autori­tarismos, en los cuales el has­tío del pueblo facilita el espa­cio para que, quien obtenga el poder después de un go­bierno insoportable, se sien­ta tentado a probar un poco la capacidad de perdón de un pueblo que, de tanto su­frir, ha asumido -como decía Vargas Vila- que “el odio hie­re, el amor da vida y la indi­ferencia mata” y que, tal vez, de la historia, es más produc­tiva la comprensión que la interpretación.

Por lo tanto, semejante propuesta reclamaría apar­tarse de toda suerte de geo­metría política, ofrecer uno su concurso para asumir cier­ta forma de epojé, es decir, una suspensión de todo lo que conocemos para, subse­cuentemente, pasar a un es­tado de reflexión desconta­minado que nos permita a la vez ganar confiados adeptos a dicha idea.

Un ejemplo histórico de si­milar logro lo constituyó la Re­pública de Sudáfrica y su líder Nelson Mandela: fue conde­nado a cadena perpetua y, después de toda la presión internacional que hubo pa­ra lograr la democracia en ese país, fue puesto en liber­tad y, previo acuerdo con su verdugo, se postuló a la pre­sidencia llevándolo como vi­cepresidente. Mandela ganó y consiguió algo mayor, con­venció a su pueblo de que la venganza es una actitud propia de enanos y de que la grandeza personal y política reside en la capacidad de per­donar.

Pero Mandela murió y Mu­jica, que pudiera ser su digno sucesor en su aptitud para la reconciliación, declara que se siente próximo al hoyo y se lamenta de que el tiempo por vivir no le alcance para lle­var ese mensaje por los con­fines del mundo y apenas si se consuela con que alguien se interese en tomar su antorcha. ¿Quién se atreve?

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