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EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD

Arte y representación: de la apariencia al concepto

Domina la es­cena artísti­ca mundial una formi­dable proli­feración de “artistas”. En­trecomillado el término al referir el alto número de egresados de las carre­ras de arte de los centros educativos, vocaciona­les y superiores; públicos y privados. Estos forman técnicos en arte, no ar­tistas. Decimos personas más o menos capacita­das o adiestradas en ma­nejar ciertas expresiones “artísticas”, sus técnicas, más o menos hábilmente. Así, egresan dibujantes, retratistas, pintores, es­cultores, grabadores, di­señadores y todo tipo de profesionales capaces de realizar tareas represen­tativas, ilustrativas, deco­rativas y demás.

Pero desde la antigüe­dad, el arte, lo “poiético”, se pretende como oficio de crear. No fue —tampo­co hoy lo es— un concep­to absoluto. Se impuso en los centros especializados, mediante un conflicto te­naz y extendido.

El desacuerdo nació de los postulados estéticos contradictorios de Platón y Aristóteles. Lo que pa­ra el maestro de Alejan­dro Magno definía lo ar­tístico, la mímesis, para Platón era la razón por la cual debía ser expulsado de la ciudad ideal. De to­dos modos, el arte vivió largo tiempo bajo el crite­rio aristotélico, imitando la realidad para petrificar socio-narrativas de Poder y decorar espacios públi­cos y privados (interiores).

El más grande segmen­to histórico del arte, hasta la primera mitad del siglo XIX, con las excepciones de Goya, Geronimus El Bosco y el arte simbolista cristiano, ilustran el influ­jo de los parámetros aris­totélicos.

Los creadores de la za­pata filosófica del catoli­cismo (Santo Tomás de Aquino y San Agustín) construyeron un imagina­rio renovado que eliminó el Olimpo, sustituyéndolo por el cielo; que destronó a los dioses paganos para entronar a Jehová y a Je­sucristo. La Trinidad Pa­dre, Hijo y Espíritu Santo fue ampliada, incorporán­dole un cortejo de ángeles y un santoral progresivo mediante el cual la Iglesia católica honra a sus márti­res y abnegados oficiantes. El universo fue estructura­do en una tétrada: infier­no, tierra, paraíso y cielo. Virtudes y pecados fueron definidos…

Gracias a la Iglesia cató­lica y a sus monasterios, el arte, como acto creativo, como “poiesis”, renació. Lo patentizan los perío­dos visigodos, carolingios y bizantino. Sobre la recu­peración de esta idea inci­dió el carácter teológico de los contenidos y narrativas de esos períodos: panteón, santoral, cosmogonía ca­tólica-cristiana y una nue­va lucha titánica (bien vs mal). Para expresar tales parámetros y referencias, el artista debió crear nue­vamente, resultado de ello Dante Alighieri apor­tó el concepto poético Purgatorio, como estado de purificación de siete niveles sucesivos. Ese se constituyó en contenido de numerosas obras de arte desde entonces.

No es, pues, a Aristóte­les a quien validó el arte medieval. Tampoco fue un arte carente de creati­vidad, como se pretende. Contrariamente, desechó lo “pagano”, naturalista y realista propio de grie­gos y romanos para avan­zar hacia un robusto sim­bolismo místico religioso católico-cristiano. En tér­minos funcionales y re­ferenciales, esto lo igua­ló al arte de India y, en su expresión, al oriental. Es­ta correspondencia con­ceptual y funcional entre artes tan distantes revela una cualidad en lo artís­tico que trasciende lo mi­mético para abrir espacio a su constitución —ini­cialmente— en creativas socio-narrativas del Po­der, en “poiesis”. Sobre esto volveremos en otra entrega.

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