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Excúseme, Barthes, lo contradigo: no hay transferencia trágica en el acto de escribir (y 2)

Impera, por tanto, una preeminencia estética sobre el acto de escribir, más que cualquier otra, más que ética. Es, Barthes, un neoclásico al respecto, al invocar para la escritura la noción ética que sobre los oficios creativos impusieron los antiguos griegos como referente de validación social: kalokatathia.

De aquí que nuestra opinión sea contraria a lo planteado por Roland Barthes: la más importante característica de los —y exigencia a los— oficios creativos, literarios o cualesquier otra expresión, es modificar en modo significativo los datos objetivos del consumo literario. Esto significa propiciar que una "nueva experiencia" —o al menos renovada— sea obtenida como gratificación por los consumidores de literatura y arte, resultante de tal consumo. De aquí nacen las corrientes artísticas y literarias y, dentro de sus océanos vastos, los estilos particulares.

Estos estilos, a su vez, constituyen presiones afirmadoras de la individualidad creativa en el interior de las comunidades estético-conceptuales históricamente registradas y determinadas.

Coincidimos, entonces, con Barthes en que sí, es un asunto de conciencia ante el oficio. Apuntamos, sin embargo, hacia otra diana, netamente híbrida. Según esta, complementaria de la dirección hacia la que apunta ese autor, el ejercicio creativo adopta un deber ser cuyo reclamo primario es obviar las exigencias de las casas editoriales, centros, museos y galerías de arte —entendidos como demanda creativa concreta—, para, en otro plano, re-generar soluciones estéticas-conceptuales que revitalicen los negocios de las casas editoriales, esto es suplir nuevas literaturas, nuevas artes a sus mercados. Una fascinante y casuística paradoja.

Esta es, entonces, la negación fecunda. En términos dialécticos sería negación de la negación. Confrontación trágico-feliz de las literaturas y las artes con el mundo, sus antecedentes e historias.

En consecuencia, el escritor, artista, sería un ser al cual ni aún su lenguaje y oficio colocarían ante una "transferencia trágica" ya que en los dramas y tragedias reales —y aún en los universos aún no tangibles— los actos creativos ovan, nacen, fecundan, engrosan y triunfan.

Más allá de la "ambigüedad", existen, en las escrituras, portentosas oportunidades de anclajes renovadores y auténticos. Si entre ellas ocurrieran colisiones, serían respecto a las precedentes escrituras, a las formas heredadas, a los discursos precedentes y a las figuras pasadas. Porque para que una literatura nazca, otras han de menguar o extinguirse. Unas extinciones que son meramente temporales porque en arte y literatura nada con talento muere. No establecen, entonces, los artistas y escritores conflicto con sus sociedades, aunque sí con aspectos específicos de sus lenguas. Algo imposible a nivel del lenguaje. Aunque estos sean espacios de argonautas creativos, la creatividad, como sistema de convenciones ajenas —y hasta contrarias— al lenguaje y a sus lenguas, los trasciende: operando en sus perímetros, los afirma; tendiendo a los imaginarios, los niega; articulando sus “hablas”, los particulariza. Lo mismo ante todo sistema de convicción, saberes, credos, preferencias y funcionalidades (utilidades) establecidos. Avanzar hacia lo nuevo y hacia lo propio deviene en lo valioso.

Por tanto, contraponer la escritura a la demanda y, por extensión, a la sociedad, es derivación harto carente de fundamento ya que de las sociedades provienen los aspectos destacados de las obras y, en determinado grado, la creación de una demanda sobre la cual han de posicionarse sus productos. La característica principal del arte auténtico y estéticamente válido es que forma su demanda, no medra en las ajenas. Incluso al escribir a favor de los obreros, los socialistas europeos, creyendo que contravenían sus sociedades, oficiaban en ellas y para ellas; escogiendo aspectos que les resultaban de valor, productos sociales, destacados. Desde estos, abocetaron y propusieron las sociedades y hasta el cosmos soñado-negado, como puros y necesarios resultados del acto de escribir.

La literatura y las artes, entonces, no refundan el mundo real sino otros, imaginarios. Tampoco son Historia. De esta sólo toman atavismos cronológicos que cada día tienden más a la complejidad, mediante la ruptura de lo anecdótico-lineal. Más que Historia, escribir modelar utopías: no existe territorio planetario que la aloje. Sí páginas profusas, narraciones extasiantes, delirios, ensoñaciones... El cosmos cultural. La escritura creativa radica en tal entorno; parte de sociedades transidas por ansias urgentes de humanidad y sus rastros, aunque se pierden en la Historia, fuera de las sociedades no existen. Por la gente y para la gente se escribe. Pese a la gente, naturalmente.

Lo social, entonces, jamás puede ser negado ni soslayado por el escritor. De hecho, sin sociedades no hay literatura. El destino de todo acto creativo es la sociedad. En ellas operara como acto transgresor-formador; esto es renovador de lenguas, de la lógica del lenguaje, de las estéticas, las “hablas” y los modos de su consumo.

El deber primario del escritor y de los oficiantes creativos es modelar, también, el consumo imperante en su entorno espacio-temporal. No hay literaturas o artes cuando el consumo modela el acto de crear: de escribir y plasmar. No hay arte ajeno a las claves principales de la sensibilidad no realizada, de las concepciones no establecidas, de los credos particulares, de las preferencias no institucionalizadas. El arte es el esfuerzo humano superior e individualmente gestado que tiende a ampliar y consolidar el estatuto de humanidad en tiempos y lugares determinados. Sólo lo radicalmente humano contraviene lo establecido. Por ello, el arte verdadero puede ser inicialmente rechazado; como crea fuertes esperanzas, es progresivamente asumido; como hiere y duele, es sensiblemente asumido; como conciencia agradando, deviene en feliz acompañante de la vida, especialmente en los tiempos aciagos.

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