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Excúseme, Barthes, lo contradigo: no hay transferencia trágica en el acto de escribir (1 de 2)

Vimos que en “El grado cero de la escritura”, Barthes no se comporta como lingüista o semiólogo; mucho menos como historiador literario.

En ese texto es opinante. Hace Filosofía literaria más que analizar esta praxis sobre bases documentadas. De tal modo, y dado que las referencias que aporta aluden bloques de escrituras de dimensiones excesivas, globalizadas como es la obra de de los autores, resulta imposible conocer hasta cuáles aspectos, segmentos o períodos de las obras de los escritores que toma como pretexto de sus argucias podríamos direccionar sus afirmaciones, en un obligado esfuerzo de análisis comparado.

Al sopesar a Marimée y Fenelon, "separados por fenómenos de la lengua y por accidentes de estilo”, dice de ellos que “practican un lenguaje cargado de la misma intencionalidad”, que refieren a “una misma idea de la forma y del fondo”, que “aceptan un mismo orden de convenciones” y, en consecuencia, constituyen, para él, “el encuentro de los mismos reflejos técnicos” y, “a un siglo y medio de distancia”, “emplean con los mismos gestos” “un instrumento idéntico, sin duda un poco modificado en su aspecto, pero en modo alguno en su situación o en su uso: en suma, tienen la misma escritura".

La expuesta es una idea inaceptable de la mismidad compartida que el autor se considera exento del deber de argumentar para exponer la certidumbre de sus arribos conceptuales. De tal modo, no sirve para los estudiosos y, menos para los estudiantes.

Tampoco es útil más que como generalidad y pura Filosofía lo que refiere de los contemporáneos Marimée y Lautrémont, Mallarmé y Céline, Gide y Queneau, Claudel y Camus.

De ellos afirma que "hablaron o hablan el mismo estado histórico de nuestra lengua, utilizan escrituras profundamente diferentes; todo los separa, el tono, la alocución, el fin, la moral, lo natural de su palabra, de tal modo que la comunidad de época y de lengua es poca cosa en relación con escrituras tan opuestas y definidas por su misma oposición".

Amparado en tal tipo de "análisis" y discurso generalizantes, a los que somos convocados como creyentes, el autor coligió que la escritura era “por lo tanto esencialmente la moral de la forma, la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la naturaleza de su lenguaje". Esto es cierto sólo relativamente porque para los autores no hay Ética de la forma sino una Estética. Aunque al escribir creativamente el autor elige “el área social en el seno de la cual situar la naturaleza” de su habla, de su discurso, no del lenguaje porque la Literatura no opera sobre el lenguaje, entendido en la dimensión de Saussure. Sólo por extensión existe ese “lenguaje”, es decir esa condición metafórica que refiere al “habla” escrita creativamente, a las estrategias de modulación de la lengua por el escritor.

Como de tal “moral de la forma”, Barthes aprecia que no puede derivar algún "consumo efectivo", avanza hacia la otra conclusión: "Para el escritor no se trata de elegir el grupo social para el que escribe; sabe que, salvo por medio de una Revolución, no puede tratarse sino de una misma sociedad".

Ningún escritor de la historia ha podido escoger la sociedad para la que escribe del mismo modo como tampoco pudo escoger el lugar de nacimiento ni a sus padres.

Pese a esa debilidad, he ahí el "fundamento" del manoseado “compromiso” del escritor que el arte niega desde las pre vanguardias de 1840: "Su elección es una elección de conciencia, no de eficacia. Su escritura es un modo de pensar la Literatura, o de extenderla". Aunque la elección conceptual y formal sí tiene que ver con la eficacia, también va un paso más hacia lo que podríamos denominar pesimismo relativo: "el escritor no puede de ningún modo modificar los datos objetivos del consumo literario".

¡Increíble, Roland Barthes!

Esta es una afirmación absolutamente errática, según la experiencia de las artes, es decir del ejercicio creativo de las distintas manifestaciones del arte y de sus “discursos”. La historia registra lo contrario: los artistas reales —no los artesanos de las distintas disciplinas—, a quienes la humanidad ha coronado y entronado hasta los templos y Olimpo de las artes, son quienes modificaron los modos de consumo artístico: literario, arquitectónico, plástico, cinematográfico, etc. Y eso nació de las ostensibles necesidades, de la eficacia. Aportaron, así, modificaciones operadas en el concepto, ejercicio, praxis y consumo de sus respectivas lenguas, “discursos”, expresiones y “lenguajes”.

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