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El dedo en el gatillo

La felicidad es una pistola caliente

Mi infancia trancurrió entre perros, gatos, pollos, gallinas, peces, flores, matas y tortugas. Todos tenían en común el amplio patio de mi casa en Luyanó, lugar donde mi abuela materna reinaba. Ella mantuvo su ego hasta su grito final. No aprendió a ser reina ni a cambiarse a sí misma. Pero era feliz con colgar en las paredes cubetas, latas y cazuelas llenas de tierra buena que compraba a sobreprecio para sembrar. Cuando faltó la carne, levantó una tela metálina inoxidable donde convivían pollos, polluelos y ponedoras que mitigaban la hambruna y procuraban la cria de nuevas especies. Cuando mi tío se atrevió a sacar un pasaporte, quedo desempleado. Ella le permitió construir una gran pecera de cemento donde multiplicaba los peces de colores como un dios. Era una forma de mantener pequeños ingresos para salir al campo los fines de semana en busca de víveres para sus pequeños hijos. Entre flores, especias y plantas pequeñas, quedaron los signos de mi asombro. Crecí al igual que su mascota favorita, una jicotea que nunca supo morir y lo mismo aparecía detrás de una cubeta que vestida de agua.

Orquídea y Lucero fueron deidades felinas que hice mías. A la primera la tuve que sacrificar debido a las desgarraduras provocadas al presidente del Comité de Defensa de la Revolución que osó acariciar su barriga en una visita de inspección. Con el segundo pude retozar más. Dejé de hacerlo cuando entró en amores con la mascota de una vecina que la encerraba con llave para impedir que mi Lucero le hiciera el amor.

Un día amaneció atropellado por un bus en plena calzada de Luyanó. Cuentan que la vecina, enfuerecida, lo sostuvo por su rabo, lo puso a dar vueltas giratorias hasta hacerlo volar por los aires rumbo a la jungla del asfalto.

De los perros, la dócil Reina murió atragantada por un hueso. La otra, Hinderseling, vivió atada a una soga. Llegó a la vejez y conoció a mis hijos. Soportó mi ausencia y murió de hambre.

Esa fauna doméstica me recuerda un relato de Onelio Jorge Cardoso donde un hombre contaba cada noche una historia distinta a un grupo de labriegos al terminar sus faenas cotidianas. Un día, los oyente se aburrieron de las geticulación y la grandilocuencia del narrador y decidieron no escucharlo más. Pero semanas después, aquellos hombres, aburridos y sin nada que hacer, añoraron la importancia de un fabulador para aprender sucesos distintos cada anochecer. Con esa historia comprendí que las palabras no pueden ser vencidas.

La sobrevivencia de mi abuela creció en medio de un cataclismo, pero no suficiente: el mundo no produce gentes inmortales, sino simples ciudadados en busca de la inhóspita frontera “donde van a morir los elefantes”. Tal vez, esa encrucijada vislumbró el pensamiento de Aghata Christie al escribir: “Pocos de nosotros somos lo que parecemos. Siempre el verdadero culpable sale a la luz.

La suerte es relativa. Para algunos puede abrir las puertas de palacios, y para otros descubre la plenitud. Muchos dicen que el éxito es relativo. Al igual que el acto de salir todos los días a la calle. Es una realidad presente a la hora del retiro. Si se ha llevado una vida ejemplar, dedicada a cumplir muchas órdenes indebidas, te hacen una fiesta. Mi gran amigo Leone Brea reflexiona sobre una escena al final de “The Irishman”: Convocan un gran baile con cena incluida a un homenajeado. Llegan al podio personas no conocidas a resaltar magnitudes ignoradas. Pueden regalar una prenda de lujo y todos aplauden con delirio al homenajeado. Pero al siguiente día lo mandan a matar a su mejor amigo: Nadie recuerda ni la cena, ni la fiesta, ni la prenda de lujo. La soledad y la indiferencia social volverán a reinar y tal vez comparta el mismo destino junto a quien observa la pieza ofrendada.

El ser humano es un simple mortal. No importa cómo piense, ni la dimensión de su ego. Podrá mentir para triunfar o triunfar para mentir. Puede que un amigo lo eleve a las alturas. Su problema no es llegar, sino no dejarse caer. Igual que mi abuela materna con tantos animales y plantas revnovadas y yo, adolescente, en medio de aquel dilema con mi gato Lucero aplastado en la calzada de mi barrio y una jicotea dormitando debajo de mi almohada.

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