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EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD

El grado cero de la escritura ante el hueco de humanidad

Para Roland Barthes (Fran­cia, 1915-1980), “la lengua es un corpus de prescripciones y hábitos común a los escrito­res de una época”, una na­turaleza deslizada a través de la palabra, sin darle for­ma alguna, incluso sin ali­mentarla; “círculo abstrac­to de verdades, fuera del cual, solamente comienza a depositarse la densidad de un verbo solitario”.

El autor refiere el ca­rácter cultural de la len­gua, herencia; objetivo y, por consiguiente, in­forme, carente de indi­vidualidad. Niega, así función axiológica a lo literario. Aunque sus fi­nes —apropiación por los hablantes— resulten ostensivos. ¿De qué? De las operatividades indivi­duales, modos de las pa­labras anclar en las escri­turas.

Las literaturas impli­can asumir las lenguas (forma concreta del len­guaje), como heredad en la que incorporar propó­sitos ostensibles.

“Encontramos, enton­ces, en toda escritura, la ambigüedad de un obje­to que es a la vez lengua­je y coerción: existe en el fondo de la escritura una «circunstancia» extraña al lenguaje” ya que “es­tá entonces encargada de unir con solo trazos la realidad de los actos y la realidad de los fines”. Escribir es insertar esas “circunstancias extra­ñas” en los ámbitos del lenguaje. La literatura se diferencia de la escritura política y jurídica por no perseguir conclusiones axiológicas y porque su ejercicio histórico gene­ra el denominado “des­gaste de las palabras”, la erosión de significados e importancia; a favor de la novedad, un paradig­ma devenido en valor cuando la forma tiende a costar menos; “en la me­dida que el escritor utili­zaba un instrumento ya formado cuyos mecanis­mos se transmitían intac­tos sin obsesión de nove­dad”.

Pese a las renovacio­nes de los lenguajes crea­tivos ocurridas a partir de 1846 en Francia, frag­mentos literarios conti­núan sujetos a la necesi­dad de esa ley expresada como sentimiento trá­gico latente: las “reglas técnicas del pathos”, una artesanía escritural. Des­embocan en la codifica­ción gregoriana del len­guaje, degustada por productores y consumi­dores literarios; en ar­tificiosidad encubierta bajo lo convencional, la casualidad y el sortile­gio anecdóticos; lo sor­presivo.

Se propone una fun­ción al escritor: formar, transformar en arte la escritura heredada; ca­racterizado por ser clara convención, por su no­vedad a ultranza, aspec­tos constituidos en defi­nitorios de lo creativo, de matriz puramente indivi­dual. “En su grado cero”, la escritura —contraria­mente— necesita despo­jarse de todo fin axiológi­co, normativa y heredad ajenos al lenguaje mis­mo, asumirlo descar­nadamente, en su total potencialidad. Sería in­dicativa o, si se quiere, a-modal; “de periodistas si, precisamente, el pe­riodismo no desarrollara por lo general formas op­tativas o imperativas”.

“Una escritura ino­cente”, al fin; ausen­te, transparente, sin secreto ni ideal de esti­lo: reducida “a un mo­do negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lengua­je se aniquilan en favor de un estado neutro e inerte de la forma” para que sobre el pensamien­to recaiga la respon­sabilidad. “Recupera realmente la condición primera del arte clásico: la instrumentalidad”.

No porta, entonces, “una ideología triunfan­te” sino “una nueva si­tuación del escritor”, transmutado en “el mo­do de existir de un silen­cio” que voluntariamente perdió “toda apelación a la elegancia o a la orna­mentación”. Que al de­venir en “hueco del hom­bre”, muta en “Literatura vencida”, para olvidar.

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