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EL DEDO EN EL GATILLO

Las huellas de Trujillo

I

El portero me de­tuvo. Ese día olvi­dé mi carné labo­ral.

-Lo siento, sin carné no pue­de pasar –me dijo con rara in­diferencia, con un tono de voz similar al aleteo de aves migra­torias.

Ese episodio concluyó una amistad de más de diez años, tanto dentro como fuera de la empresa.

Viré la espalda y me marché. No entendí la medida discipli­naria de aquel infeliz cumpli­dor de su deber. Mucho des­pués descubrí su tansparencia. Él mismo me lo advirtió un tiempo después, en un encuen­tro casual.

Tenía una espina atorada en su garganta.

-Siempre la cadena se rompe por el eslabón más débil, en es­te caso, yo -me dijo, y agregó-. Cuídese, amigo, usted tiene en esta empresa demasiados ojos encima.

El portero no se refería a la pulcritud de mis labores, ni a mi costumbre de saludar sin distinción alguna, ni de sonreír cuando abría el maletín para el registro obligatorio.

Al dimensionar el tamaño de su afecto, el portero ya no tra­bajaba conmigo. En su lugar, el Jefe de Seguridad nombró a otro señor que también me ob­servaba como un extranjero.

Aquella vez volví a conocer las magnitudes de un pequeño Trujillo y su gratuidad por ha­cerme la vida un poco menos sublime.

II

Un amigo, preocupado por los temas de mi obra literaria escrita, me alertó:

-No vas a recuperar tu inver­sión. Aquí solo se venden libros sobre Trujillo y Balaguer.

No le hice caso y parte de mi salario fue destinado a la edi­ción de algunos textos que po­co después encomendé a verte­deros públicos, o a centros de reciclaje.

Por aquel tiempo, Viriato Sención brillaba en el merca­do local con su novela “Los que falsificaron la firma de Dios”, sobre “La Cruzada del Amor” y los ruidos de aposento en la cada del Doctor. El escritor, vi­vía escondido y amenazado de muerte.

Cuando pude encontrarme con Viriato, ya había transcu­rrido la efervescencia de su li­bro. Pero el refrán cuenta: “Cría fama y acuéstate a dor­mir”. Jamás sentí el recelo en sus visitas. Era ya un escritor lo que se dice “maldito” gracias a su atrevimiento al tocar la vida de sus protagonistas.

III

Mi primer técnico vehícu­lar era un joven viculado a em­presa fatasma. Su propietario, mayor de edad, rostro hirsuto, y mal educado, solo empleaba a calieses e informantes. Por aquellos tiempos, la carrocería de mi Nissan se averiaba con frecuencia debido a mi impe­ricia choferil. Eso me obligada a visitar el taller en busca del amigo y sus buenas rebajas. Pe­ro a los oídos de su jefe llegó su generosidad para conmigo y un día no volví a encontrarlo.

-¿Usted desea algo? –la pre­gunta socarrona del jefe fue lanzada al desgaire.

-Busco a Junior –le respondí.

-A lo mejor usted sabe de él más que yo, pues desde ha­ce días no lo veo por aquí –me lanzó a quemarropa.

-Yo no sé nada de él .

-Bueno… como él era su me­cánico exclusivo, tal vez usted le encontró un empleo mejor remunerado…

Me costó trabajo zafarme de aquel hombre de mirada supe­rior y complejos autoritarios.

No he vuelvo a ver más al jo­ven. Y no dudo de que su cuer­po sea uno de esos que apa­recen no identificados en los periódicos locales por la impe­ricia policial.

IV

En cierta ocasión, uno de esos paladines de la libertad, me obligó a publicar un repor­taje sobre agricultura en las páginas culturales de un pe­riódico. Lo hizo para probar fuerzas. Mis conocimientos de técnicas agrícolas eran simila­res a los suyos de física nuclear. Con humildad cumplí aquel encargo.

Un día, y ya fuera del perió­dico, me entregó un libro suyo para corregirlo. Pasé tres sema­nas de lectura y reflexión. To­davía no lo había terminado de corregir cuando fui a verlo y le espeté.

-No le he aplicado ninguna corrección. Es mejor que lo de­jé tal y como está. No lo publi­que. Árbol que nace torcido ja­más su tronco endereza –mis palabras sonaron dramática­mente sinceras.

El hombre no me dio las gra­cias. Sostuvo el libro entre sus manos y enfrentó su mirada penetrante a la honestidad de mis ojos.

-Lo voy a publicar aunque usted no esté de acuerdo. En ese país no existe la cultura.

De aquel encuentro a la fe­cha lo he visto varias veces, siempre con la mirada en alto y esquivando el saludo, como buen prohombre, símbolo de un lejano aire dictadorial.

V

Por mi feudo también cruza­ron “Trujillas”. Eran damas a ras de suelo, incapaces de me­dir el color de sus documentos de identidad. Una de ellas pe­caba de ocurrente. Y desde mis 25 años me fue imposible ras­trear un nubarrón en su per­fil. Llegó a mi oficina con sus manos llenas de folders y aires de congratulación. A los pocos minutos su excusa fue convin­cente: Solo pasaba a saludar­me. No me di cuenta que “de­jó olvidado sobre mi escritorio” mi expediente laboral. No solo lo leí sino que al devolverlo le oculté mi falsa sinceridad…

-No se preocupe, no lo he abierto.

Su sonrisa lo dijo todo. Sin saberlo, había firmado mi sen­tencia de muerte .

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